Escuela ortodoxa de al-Ghassaniya (época Otomana, finales siglo XIX) |
Por Robert Fisk , The Independent, Gran Bretaña.
Tal vez nosotros los occidentales seamos un poco
cínicos al denunciar la destrucción de antigüedades en Siria. Desde la
aniquilación de Cartago por Roma hasta el bombardeo de la Real Fuerza
Aérea que redujo a escombros Hamburgo, Dresde y un centenar de otras
ciudades alemanas, llevamos siglos pulverizando nuestra historia. El saqueo de grandes ciudades europeas fue durante cientos de años
una práctica de guerra tan común como la violación de las mujeres del
enemigo, y el siglo pasado atestiguó ese salvajismo en una escala sin
precedente. Desde la destrucción alemana de la biblioteca de Louvain,
del Salón del Manto de Ypres e incontables catedrales e iglesias góticas
francesas en la Primera Guerra Mundial, hasta el bombardeo de
Rotterdam, Londres, Coventry y Canterbury y de las grandes ciudades
alemanas,
no estamos en posición de apuntar con índice acusador al mundo árabe
por su inmolación histórica.
En Croacia y Bosnia, a principios de la década de 1990, presencié lo
mismo. La pulverización de mezquitas y templos católicos y ortodoxos,
la destrucción de lápidas –incluso la devastación de tumbas con
buldózer– fueron una forma de limpieza cultural que llegó a su apogeo
con el incendio de la vieja biblioteca de Sarajevo. En Bagdad, en 2003, turbas contratadas irrumpieron en el
Museo Nacional y se apoderaron de los tesoros de la Mesopotamia. Yo pasé
caminando sobre fragmentos de estatuas griegas que no tenían interés
para los saqueadores y observé cómo quemaban la biblioteca
coránica; las llamas de los ejemplares del Corán del siglo XV lastimaban
los ojos, de tan brillantes. Rescaté apenas unos cuantos documentos
otomanos del siglo XVIII que se agitaban con la brisa en el exterior.
Algunos de esos destructores fueron llevados a la ciudad en autobús
–los vi a la salida, cuando abordaban de nuevo, y en otro incendio
identifiqué a uno de ellos—, y es cierto que la mayor parte de la
destrucción cultural es organizada. Los saqueadores llegan en ejércitos.
Joanne Farchack y yo fuimos a ver las legiones de pillos en los sitios
sumerios del sur de Irak, arrojando a un lado inapreciables vasijas del segundo milenio a. C., sacadas de los
hoyos de trogloditas donde estaban, para abrirse paso hacia tesoros del
cuarto milenio que yacían más abajo. Durante la guerra civil libanesa, los depredadores del sur de Líbano
me ofrecían brazaletes fenicios de oro de los antiguos cementerios de
los alrededores de Tiro. Nadie sabe cuántos tesoros perdió Líbano entre
1975 y 1990. En 1975, el ejército sirio –como lo ha hecho ahora–
acantonó soldados en los sitios históricos de Líbano, entre ellos los
templos de Baalbek, en el valle de Beqaa. El templo de Júpiter todavía
muestra la cicatriz de una granada en su esquina sudeste.
Por eso es tan importante contar con un inventario de los tesoros de
museos nacionales y ciudades antiguas. Emma Cunliffe, doctora en
filosofía e investigadora de la Universidad de Durham, publicó el primer
recuento detallado del estado de sitios arqueológicos sirios en su obra
Daño al alma de Siria: la herencia cultural siria en conflicto, en la
cual enumera las causas de la destrucción, el uso de sitios
arqueológicos como posiciones militares y lo que no puede llamarse de
otro modo que robo despiadado. Gran parte de su trabajo ha informado los
estudios de arqueólogos como la libanesa Joanne Farchakh.