De las canchas de fútbol a la portada de Vanity Fair, el mundo amplifica los gestos del papa
Por Federico Kukso
El 13 de marzo de 2013 se abrieron las
cortinas del balcón de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y nació
un nuevo héroe argentino. Sin las habilidades hipnóticas del gambeteo de
un futbolista cargado de talento, sin la embriaguez revolucionaria de
un médico devenido guerrillero y sin el timbre de voz de un zorzal
criollo, Jorge Mario Bergoglio –ex técnico químico nacido en el barrio porteño de Flores y hasta entonces
arzobispo de Buenos Aires– en un solo acto transmutó de un simple hombre en algo más que humano, en
un ídolo, aunque no en la acepción light de esta palabra que usamos
todos los días sino en aquella que refiere a una “figura de un dios al
que se adora”, a la que se le rinde culto ciegamente. En un solo
instante, el panteón nacional que engalana la mitología argentina
–Gardel, el Che, Evita, Maradona, Messi– se amplió, sumó un nuevo
integrante, como si el ADN argentino –una entidad tan real como el
unicornio– probara tener algo especial. Otra vez.
No importaron
las distancias, los doce mil kilómetros que separan al Vaticano de la
Argentina: dos fuerzas extremas y durante décadas vapuleadas en
silencio, el fanatismo religioso y el nacionalismo, se combinaron
alrededor del nuevo CEO de la institución –corporación– más antigua del
mundo, la Iglesia Católica. No importa si se es católico, ateo,
agnóstico, seguidor de otras religiones o extraterrestre: nadie puede
negar el fenómeno social complejo desatado a nivel mundial y local desde
aquel día, desde aquel momento por el nombramiento del primer papa
argentino, el papa Francisco.
Desde marzo pasado, la papamanía
–un furor que adopta las formas más insospechadas y creativas del
fanatismo– se instaló en el paisaje urbano, en el ecosistema mediático y
personal con la misma fuerza invasiva de una marea simbólica: desde la
multiplicación del merchandising papal –banderines, gorros, remeras,
tazas, fundas para almohadas, pósteres, prendedores, estampitas, libros
(y la lista sigue)–; gigantografías en edificios de la Avenida 9 de
Julio; canciones como El Cristo de la villa de grupos de
nombre-catástrofe como Diluvio Tropical al bombardeo mediático y
publicitario de diarios y noticieros que, con la vocación de aumentar
sus ventas y audiencia, repitieron al extremo lemas como “el papa de
todos”, “el papa es nuestro”, “Dios es argentino y el papa también”, “el
papa de la gente”. Y más, hasta el cansancio en fascículos, suplementos
y secciones especiales con figuritas de regalo para el lector ferviente
y deseoso de tener a su nuevo ídolo, verlo, tocarlo, rezarle, besarlo
todos los días mediados por el papel del póster, el cartón pintado de la
estampita.
“Los medios fueron generando un fuerte clima de
suspenso y misterio –indica el psicoanalista Sergio Rodríguez–. Luego,
la multitud de banderas argentinas agitadas en la Plaza de San Pedro a
partir del anuncio de la elección, fue trasladada televisivamente y en
tiempo real al planeta en su conjunto. Bergoglio, pantallas mediante,
dejó de ser tal para convertirse en el papa Francisco. Inmediatamente se
alborotaron en Argentina, religiosos y no religiosos. La fantasía que
los medios cultivaron con entrevistas a la hermana de Bergoglio fue la
de que cualquier familia católica de nuestro país podía llegar a tener
un hijo que accediera al papado.” El catolicismo, tan herido por los
escándalos de corrupción y abuso sexual a menores de los últimos años,
salió del armario, aquel que para otro sector de la sociedad pretende
mantener cerrado con candado. Como se vio minutos después del
nombramiento papal –y como se verá a partir del martes y hasta el 28 de
julio en Río de Janeiro, en ocasión de la primera visita de Francisco al
continente a propósito de su presencia en la Jornada Mundial de la
Juventud de la que participarán 42.500 peregrinos argentinos–, retomó
las calles ya no como un culto privado, una moral particular, sino como
una forma de ser, estar y ver el mundo, una cosmología militante.
En
una época hasta ahora marcada por el avance trepidante de la
secularización, de intentos de apostasía colectiva (más de cien mil
católicos apostataron en Austria y Alemania en 2010 tras los escándalos
de los abusos a menores por representantes de la Iglesia), en tiempos de
templos y parroquias puestas a la venta en Alemania por sequía de
feligreses y en la que la ciencia y la tecnología moldean y dirigen el
mundo, la intensificación de la visibilidad del catolicismo en la esfera
pública instalada desde marzo –el llamado “efecto Francisco”– les
permite a sociólogos, psicoanalistas y antropólogos tomarle el pulso –en
vivo y en directo– a un fenómeno siempre tan complejo como el de la
religiosidad popular. Les da la oportunidad de rastrear con avidez
comportamientos, rituales, signos, prácticas, narrativas en plena
efervescencia y circulación.
Símbolos y celebridad
Desnudos
y en solitario, los números no dicen nada. Pero analizados en su
contexto sirven para divisar un panorama, para armar algo así como una
cartografía provisional y siempre dinámica de un fenómeno. Según el
Anuario Pontificio 2012 –una especie de directorio del Vaticano–, hay
unos 1.196 millones de católicos en todo el planeta, algo así como el
17,5% de la población mundial; de ellos, uno de cada cuatro procede de
América Latina. Sin embargo y al mismo tiempo, unas 1.100 millones de
personas afirman no identificarse con ninguna de las diez mil religiones
existentes, de acuerdo a rastrillaje realizado por el think tank
estadounidense Pew Research Center.
En la Argentina, no existen
estadísticas oficiales, como en otras tantas prácticas cotidianas y
visibles. La Iglesia Católica asegura que un 88 por ciento de los 40
millones de habitantes son católicos. Aunque un estudio realizado por el
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet)
muestra otra imagen: la cifra se ubicaría en realidad en torno a un 76
por ciento, poco más de 31 millones de fieles. Los investigadores que
llevaron a cabo la primera encuesta sobre creencias y actitudes
religiosas en Argentina, como el sociólogo Fortunato Mallimaci, por
ejemplo, advirtieron que casi el 25 por ciento de las personas que viven
en el país no se dicen católicas. O, también, que hay más personas
indiferentes en cuanto a la religión –el 11,3%– que
evangélicos, que rondan el 9% de la población. Mientras que el
76% de los argentinos afirma que concurre poco o nunca a los
lugares de culto. El Anuario Pontificio también afirma que en la
Argentina hay unos 5.648 sacerdotes. Y se calcula que en los últimos 20
años, 1.100 colgaron la sotana, se despidieron del anacrónico voto de
castidad, dejaron el ministerio, en una época de cambios.
Y ahora,
nuevo CEO. Tras la renuncia de Joseph A. Ratzinger –el primer “ex papa”
de la historia–, el nombramiento del papa Francisco no sólo entronizó a
Jorge Mario Bergoglio como el 266° pontífice, continuador de una larga y
variopinta línea de personajes al mando de la Iglesia Católica. También
lo instituyó como celebridad, una de aquellas personalidades que
trascienden los límites geográficos y culturales de la Argentina y que
propician identificaciones colectivas.
“La papamanía que se
desató en la Argentina nos revela aún más respecto de la cultura y de la
política locales que de la religión. Como Gardel y Maradona o
póstumamente el Che y Evita, fue su ‘triunfo en el extranjero’ y la
consecuente repercusión mundial lo que convirtió a Bergoglio, el
arzobispo al que pocos tenían en cuenta localmente, en Francisco, el ‘de
todos los argentinos’ –señala el antropólogo Alejandro Frigerio,
investigador del Conicet–. Esta dinámica de identificación
colectiva y de creación de un nuevo héroe cultural local rebasa en
mucho al ámbito de lo estrictamente religioso. Es una identificación
colectiva (como ‘argentino’) que probablemente afectó poco a la
identificación personal de cada uno como católico. O sea, nos pone más
orgullosos ‘a nosotros como argentinos’ que ‘a mí como católico’. Por
eso, el clamor o entusiasmo mediático por un ‘efecto Francisco’ que
produciría una vuelta a la religión o a la Iglesia Católica suena,
cuanto menos, exagerado. O, si lo hay, seguramente sea transitorio.” En
el clima de reflujo de viejos tiempos y de cholulismo papal –las fotos
de actores, deportistas, políticos junto al Papa se reproducen día a día
dentro y fuera de las redes sociales–, una persona se convirtió en un
tiempo récord –transformación express– en símbolo nacional, en un
incitador de uniones, diferencias, similitudes y nacionalismos, en un
personaje depositario del culto a la personalidad, el mismo que alimenta
a los cantantes de rock y pop, a actores, jugadores habilidosos y
dictadores.
El papa Francisco se erigió en una figura
identificatoria de un sector de la nación, la nación religiosa, y al
mismo tiempo se instaló en el epicentro de la narrativa patriótica, es
decir, los relatos con que una sociedad se explica a sí misma como
nación o, en términos de las recordadas palabras del historiador
irlandés Benedict Anderson, como “comunidad imaginada”. Como práctica de
exorcización emotiva, la religión tomó prestado el rol ocupado por el
fútbol como operador de nacionalidad. La Argentina demostró nuevamente
ser uno de los principales países productores de mitos del mundo.
“Alguien
llega a ser un mito cuando por sus cualidades se eleva sobre los
mortales y se le encarama como modelo de su profesión, deporte u oficio
–detalla el filósofo de la religión José María Mardones en su ensayo El
retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica–. Así, merced al juego
de los mass media actuales y de la publicidad, tenemos mitos más o
menos coyunturales o persistentes del cine, el deporte y de la
ciencia”. Y ahora, la religión.
Patria y nación
“Todas
las culturas han poseído alguna forma de sacerdocio, de individuos o
grupo de individuos cuya función es la de actuar como intermediarios de
la comunidad entre los mundos materiales y espirituales –escribe el
filósofo estadounidense Matthew Alper en Dios está en el cerebro –.
Aunque a este individuo se le llame chamán, sacerdote, rabí, swami ,
ensi , yogui, oráculo, místico, psíquico, médium, imán o papa, todas las
culturas han poseído un miembro, grupo o casta semejante, cuya función
es la de servir como guía y líder espiritual de su comunidad.” La figura
del Papa –como el rey de reyes, el elegido– siempre tuvo su faceta
magnética. Como dice el historiador francés Michel De Certeau en La
debilidad de creer , más que promover temor o respeto, el religioso
intriga. Fascina como algo oculto, al mismo tiempo que posee la
naturaleza de un personaje perimido, como una reliquia de sociedades
desaparecidas.
En el caso del papa Francisco, el núcleo promotor
de intrigas y asombro suele ser localizado en su gestualidad, la
retórica y proxémica del llamado “discurso de la humildad” que lo
catapultó anticipadamente a la tapa de la versión italiana de la revista
Vanity Fair como “personaje del año”: el haber viajado en subte y colectivo, su fanatismo por San Lorenzo, su renuncia a las vacaciones de
verano, su cercanía a los necesitados y los enfermos, su predilección
por besar y abrazar a quienes se le acercan. Lo que el antropólogo
Gustavo Ludueña (Conicet) denomina el “ethos ascético” que
caracterizaría su vida religiosa.
Toda esta orquesta de signos
hace pensar que la efervescencia papal parece pasar más por los procesos
de identificación nacional que por una identificación religiosa. “Sus
gestos ya desde el inicio y un halo de humildad que rodea sus acciones
tienen fuerza teológica por la densidad simbólica que tiene su
investidura. Eso le da capacidad de influencia en las políticas
vaticanas y también en el imaginario de los fieles –indica Pablo Wright,
antropólogo especializado en religiosidad popular e investigador
independiente del Conicet–. Para el caso de América Latina y la
Argentina, desde su elección ya hubo una corriente de identificación de
los fieles con un papa venido de la región, que ‘entiende nuestros
problemas’, ‘que es humilde’, y ‘que va a cambiar las cosas’. Palabras
más, palabras menos, esto se escuchó a través de todos los medios de
comunicación gráficos, radiales, televisivos y por las redes sociales. O
sea, dentro del mundo católico latinoamericano, sobre todo entre la
gente, hubo simpatía, orgullo nacionalista en el caso argentino y
también la buena dosis de humor en donde asombraba que uno de los mitos
ideales argentinos, el ‘tener un Papa argentino’, se hubiera cumplido
históricamente”.
El mercado religioso
Desde
la mirada de la antropología de la religión, el catolicismo sufre desde
hace décadas del asalto de una variada oferta religiosa, en lo
que el filósofo estadounidense John D.Caputo llama “el mercado
religioso”, allí donde florecen nuevas maneras de creer, con símbolos y
rituales propios: de los herederos de la contracultura de los 60 a
movimientos religiosos orientales como la Soka Gakkai y Sukyo Marikari,
el culto al Gauchito Gil, cultos neopentecostales como la Iglesia
Universal del Reino de Dios, de origen brasileño, o el movimiento
Tenrikyo con gran cantidad de adeptos en Japón, todos ellos movimientos
neoespiritualistas que se adaptan a los nuevos estilos de vida de la
población. Es un signo de época: las religiones
institucionalizadas pierden peso. Las nuevas religiosidades, así vistas,
ponen de manifiesto que en las sociedades modernas la religión no
desaparece, se transforma.
“Por eso hablar de resurgimiento de la
religiosidad no sería exacto desde el punto de vista antropológico. Pero
si hablamos del catolicismo, ahí sí se podría pensar que la elección
del papa Francisco pueda dar nuevas energías al complejo mundo católico,
tanto en lo institucional como en lo popular –advierte Wright–. Ya
observamos las nuevas dimensiones del espacio ritual frecuentado por el
entonces cardenal Bergoglio que ahora se están transformando en casi
santuarios y lugares de devoción. Este redimensionamiento del espacio
también puede darse en el plano de acciones litúrgicas, peregrinaciones,
acciones de caridad, organización de la juventud, y nuevos bríos a la
evangelización. Pensemos que esto es lógico para quien es católico, pero
para quien no profesa la religión tiene el peligro del etnocentrismo:
instalar la idea de que mi verdad (católica) es la única verdad posible. Así hay que pensar muy bien qué efectos podría llegar a
tener un resurgimiento católico dentro de un mundo plural y donde
supuestamente hay libertad de culto.” Supuestamente.
En términos
de exposición y de consumo masivo, el papa Francisco es tanto hijo del
siglo XXI como lo es el cantante surcoreano PSY. Su imagen se difunde en
el panorama mediático y repite como un virus, en una era en la que las
creencias luchan entre sí en busca de nuevos consumidores. Instituciones
adoctrinadoras de la imaginación, las religiones no se reinventan: se
rehacen como lo hace cualquier otro género literario.
Ya lo
asegura la escritora británica Karen Armstrong en su libro En defensa de
dios: el sentido de la religión, el auge de la espiritualidad en el
siglo XXI –¿acaso un regreso a la oscuridad irracional?– puede ser
entendido no tanto como un intento para llenar los vacíos de la
comprensión –¿de dónde venimos? ¿Adónde vamos?– sino, como un
reflejo, una reacción: una consecuencia psicológica de nuestros tiempos
de decepciones políticas, desesperaciones económicas y anemia cultural.
La religión y su discurso tranquilizador y mágico abren un refugio
frente al caos cotidiano de nuestra realidad. Ofrecen anestesia para la
supervivencia. La papamanía es el síntoma de un mundo aún dominado por
ángeles y demonios.
Excelente artículo :-)
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