Por Patricia Peiró
Pilar Cebrián, desapareció en abril de 2012 en Ricla, una
localidad zaragozana. Su marido, Antonio Losilla,
tardó casi un mes en denunciarlo, demasiado tiempo para un esposo
preocupado. La policía comenzó la investigación porque intuyó un posible
homicidio. Los restos de sangre hallados en el garaje del domicilio
familiar acentuaron la sombra que se cernía sobre el marido. Losilla ha
sido siempre el único sospechoso para la policía. El asunto parecía
resuelto cuando unos agricultores encontraron una cabeza y un brazo
semienterrados en un pueblo vecino. El juez ordenó el ingreso de Losilla en prisión.
Pero las pruebas forenses demostraron que se trataba de otra víctima.
La búsqueda de Pilar permitió encontrar el cadáver de otra mujer. Aun así, el juez decidió mantener a
Losilla en la cárcel. El caso se complicaba.
El
doctor José Ramón Valdizán, que se jubiló tras ser jefe
del servicio de neurofisiología del hospital zaragozano Miguel Servet
durante 21 años, seguía con atención a través de la prensa los avances
del caso. Pero, lejos de anclarse como un mero espectador, pensó que
podía hacer algo más. Desde hacía meses le rondaba la idea de aplicar al
campo policial la máquina capaz de rastrear el cerebro que él utilizó
cada día durante dos décadas para tratar casos de autismo o de déficit
de atención en niños. “Hay una señora desaparecida y yo puedo tener una
herramienta con la que ayudar a encontrarla”, se dijo.
Un científico americano, Lawrence Farwell, fue el primero que empezó a
emplear el test neurológico conocido como Potencial de Evocación
Cognitiva en investigaciones criminales hace ya 13 años. Valdizán pensó
introducir este uso en España. Y un encuentro casual propició que el caso Ricla vaya a ser el primero en el que se aplique.
El doctor Valdizán se cruzó hace un año con la doctora Cristina Andreu, psicóloga forense del Instituto de Medicina Legal de Aragón, con la que había trabajado años atrás. En ese encuentro fortuito, Valdizán le comentó a su antigua compañera la posibilidad de aplicar esta técnica al caso de Ricla. La investigación acababa de recaer en el departamento de Andreu: el de violencia de género. Unos meses después el teléfono del doctor sonó. La policía, impaciente por desatascar el caso, se había interesado por la prueba. Antes de verano se produjo el primer encuentro en una sala de los juzgados de Zaragoza. En él estaban presentes representantes judiciales y policiales y los dos doctores. Valdizán fue el que más habló, les explicó detalladamente el test, ayudado por un power point.
El doctor Valdizán se cruzó hace un año con la doctora Cristina Andreu, psicóloga forense del Instituto de Medicina Legal de Aragón, con la que había trabajado años atrás. En ese encuentro fortuito, Valdizán le comentó a su antigua compañera la posibilidad de aplicar esta técnica al caso de Ricla. La investigación acababa de recaer en el departamento de Andreu: el de violencia de género. Unos meses después el teléfono del doctor sonó. La policía, impaciente por desatascar el caso, se había interesado por la prueba. Antes de verano se produjo el primer encuentro en una sala de los juzgados de Zaragoza. En él estaban presentes representantes judiciales y policiales y los dos doctores. Valdizán fue el que más habló, les explicó detalladamente el test, ayudado por un power point.
Allí, sentados alrededor de una mesa, les expuso que el cerebro es un
gran almacén de información y con esta técnica se puede descubrir si
Losilla almacena en el suyo los detalles del supuesto crimen de su
mujer. ¿Cómo se puede detectar? La onda cerebral P300 es la delatora. Es
un impulso eléctrico que el cerebro emite 300 milisegundos después de
que se le ha formulado una pregunta. Si el individuo recuerda el hecho
por el que se le interroga, la onda es más alta que si tiene delante
algo novedoso. Los responsables de la investigación reflexionaron y
meses después, cuando los recursos habituales se agotaron, decidieron
ponerla en práctica. En octubre, Valdizán recibió una segunda llamada:
el interés por someter a Losilla al examen había aumentado. Para acabar
de convencer al juez, dos agentes del Cuerpo Nacional de Policía pasaron
por la prueba: uno conocía todos los detalles de la investigación y el
otro era ajeno a ella. Los resultados fueron contundentes: las ondas
demostraban que el primero guardaba en su cerebro toda la información
del caso Ricla.
Antonio Losilla se sentará en una estrecha
habitación del centro hospitalario. Solo dos enfermeras le acompañarán;
una, la encargada del ordenador, y otra, para atender al acusado en caso
de que necesite algo. Al otro lado, separado por una cristalera, estará
Valdizán. Colocarán un casco del que salen una decena de cables
conectados tanto a la máquina como a una pantalla en la que aparecerán
las ondas. Durante diez minutos, una sucesión de preguntas aparecerá en
otra pantalla que se situará frente a Losilla. Serán cuestiones sobre el
crimen que solo el autor debería conocer. La policía insiste en que no
es una “máquina de la verdad”, sino una herramienta más para avanzar en
las pesquisas.
Lawrence Farwell, desde su despacho de Seattle, se sorprende
gratamente al otro lado del teléfono de que la experiencia se vaya a
llevar a cabo por primera vez en España. El científico recuerda perfectamente la primera vez que su técnica se convirtió en
decisiva para condenar a alguien. Fue en 2000, con James B. Grinder, acusado de la violación y homicidio de Julie Helton en 1984 (Missouri).
Grinder había eludido en numerosas ocasiones la justicia. El sheriff,
convencido de su culpabilidad no solo en esta, sino también en otras
muertes, no lograba encontrar pruebas concluyentes que lo condenaran,
así que recurrió a Lawrence. El lugarteniente Michael Johnston rememora
así la experiencia: “El doctor vino con la máquina, nos explicó el
proceso y comenzamos la prueba. Él estaba solo con el sospechoso en la
sala de interrogatorios y nosotros lo vimos a través de las cámaras”.
Lawrence asegura que la tranquilidad de Grinder se esfumó a medida
que avanzaba el test: “Llevaba 15 años librándose de la justicia, pensó
que lo iba a hacer una vez más. Pero al acabar admitió su culpabilidad y
llegó a un acuerdo con el fiscal, ante el temor de que el resultado
pudiera ser utilizado como prueba ante el tribunal”. El científico
asegura que ha sometido al método a un centenar de sospechosos, pero que
solo en una ocasión sirvió como prueba ante un tribunal. Fue con Terry Harrington.
En su caso, la prueba sirvió para sacarle de la cárcel en la que
permaneció 23 años por un crimen que no cometió. Su mente no almacenaba
esos recuerdos. Farwell es ambicioso sobre su método, del que asegura
que tiene un 99% de fiabilidad: “Si los criminales saben que podemos
meternos en su cerebro, se lo pensarán antes de cometer un crimen,
porque sabrán que no saldrán inocentes”.
La prueba ha generado recelos, sorpresa e interés entre las partes implicadas en el caso Ricla.
El abogado defensor, ha recurrido
porque no quiere que se hagan “experimentos” con su cliente y asegura
que va contra el derecho de su defendido a no declarar contra sí mismo. A
la letrada de la acusación, también le pilló por
sorpresa y se limita a responder que está a la espera de saber si
finalmente la prueba será válida en el sistema judicial español. Losilla aguarda en prisión hasta la fecha en la que saldrá
en un furgón directo al Miguel Servet para que un doctor se adentre en
su cerebro para descubrir, o no, qué pasó con Pilar Cebrián.
Fascinante relato. Por lo que parece, la técnica, que Farwell llama algo así como "dactiloscopia cerebral" se va a usar por primera vez fuera de EE.UU. Lo que no está claro es si, como en el caso de Harrington, el invento puede ser usado sólo como medio de presión en el interrogatorio (si es que el sospechoso accede a someterse a ella) y, si no confiesa, si puede ser usado como prueba en el juicio.
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