Cambian los tiempos y las gentes. Cambia nuestra forma
de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. A menudo esos cambios
son para bien, y nada ha de objetarse a ellos. Otras, no del todo. No es
tanto el bien que nos aportan, quiero decir, a cambio de lo que
arrastran consigo. Hay cosas buenas que llevan implícitos sus daños
colaterales propios. Sus estragos particulares. Y de todos los grandes
cambios de nuestro tiempo, el de la situación de la mujer en la sociedad
que aún llamamos occidental es, seguramente, uno de los más notables.
De los más extraordinarios. He dicho y escrito alguna vez que las
mujeres son el sujeto más interesante, el que mayores sorpresas aportará
a este siglo XXI en el que aún nos encontramos, prácticamente,
desayunando. En lo narrativo, por ejemplo, literatura, cine o
televisión, a la hora de contar historias o plantear situaciones, la
mujer es el personaje más prometedor. El que mayor juego dará
en el futuro. Hablo de mujeres protagonistas por ellas mismas,
enfrentadas a sus desafíos específicos, a sus territorios hostiles. A
sus íntimas o públicas victorias y derrotas.
Después de tres mil años de literatura hablada, impresa
o audiovisual, de La Ilíada a Mad Men, el hombre como norma de estilo,
como eje narrativo, ha dado de sí cuanto tenía que dar; está más
exprimido que un limón de paella. La mujer, sin embargo, enfrentada a
desafíos antes inimaginables para su sexo, es cada vez más dueña de su
destino, libra sus propias batallas, asedia o defiende sus específicas
Troyas, se embarca de regreso a Itaca o navega con naturalidad antes
exclusivamente masculina hacia la incierta isla de los piratas. Y lo que
hace esa aventura tan fascinante es que todo
esto lo realiza ella sin abandonar todavía esa zona gris, ambigua,
situada entre lo que durante siglos la mujer ha sido y lo que será en el
futuro; entre las viejas reglas escritas por los hombres y las que ella
misma, con esfuerzo y tesón, intenta y consigue trazar ahora. Entre el
instinto de supervivencia y caza autosuficiente, cada vez más firme, y
el instinto de nido-útero-corazón que todavía, a veces -y en ocasiones
para su desgracia-, no ha conseguido dejar atrás. O no quiere. Sería ruin, sin embargo, despreciar a las otras
mujeres; las que, sometidas durante siglos a códigos impuestos por los
hombres, y considerando esas exigencias como destino ineludible y
obligación, tejieron pacientes, mantuvieron encendido el
fuego, construyeron familias, sociedades, mundos,
en torno a su vientre fértil y su voluntad tenaz y generosa.
Sostuvieron, en suma, el pulso de la vida. En sociedades avanzadas como la occidental, ese modelo de mujer, esposa y madre
abnegada, está en extinción, con sus ventajas y sus inconvenientes. Pero
todos conocemos aún a mujeres como ésas, o tenemos memoria cercana:
madres, tías, abuelas. Memoria de admirada ternura. Aquél era otro
mundo, ellas no pudieron elegir, y sin embargo supieron estar a la
altura moral que ese mundo injusto les exigía.
Pensé en esas mujeres admirables el otro día, cuando mi
amiga Concha Fernández, de la universidad de Sevilla, con la que desde
mi modesta situación de aficionado comparto el gusto por las antiguas
inscripciones sepulcrales, me envió un estudio sobre el epitafio de una
mujer romana de la segunda mitad del siglo II. Y mientras leía el
hermoso texto grabado en mármol, pensé que éste podría, perfectamente,
honrar la memoria de tantas sombras queridas que pueblan la mía y la de
casi todos ustedes: mujeres ya fallecidas o afortunadamente vivas, que
todos conocimos o conocemos, para las que parece escrito este elogio
fúnebre: "Tú, tan grande, guardada en una urna tan pequeña (...)
Intachable en su casa y de sobra intachable fuera de su casa, era la
única que podía afrontarlo todo (...) Fue siempre la primera en
abandonar el lecho, y también la última en irse a descansar tras haberlo
dejado todo en orden; la lana nunca se apartó de sus manos sin una
razón, y nadie la superaba en ganas de agradar; sus costumbres eran muy
saludables. Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre". Eso es
todo. Pero cuando releo las líneas anteriores, comprendo que esta página
la he escrito con el solo objeto de compartir con ustedes las dos
frases finales: "Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre". En
treinta siglos de literatura y de Historia, creo que nunca nadie resumió
de modo tan preciso, tan bello, tan justo y tan triste, la historia de
las mujeres como la resumen esas nueve palabras..
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