
Cambian los tiempos y las gentes. Cambia nuestra forma
de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. A menudo esos cambios
son para bien, y nada ha de objetarse a ellos. Otras, no del todo. No es
tanto el bien que nos aportan, quiero decir, a cambio de lo que
arrastran consigo. Hay cosas buenas que llevan implícitos sus daños
colaterales propios. Sus estragos particulares. Y de todos los grandes
cambios de nuestro tiempo, el de la situación de la mujer en la sociedad
que aún llamamos occidental es, seguramente, uno de los más notables.
De los más extraordinarios. He dicho y escrito alguna vez que las
mujeres son el sujeto más interesante, el que mayores sorpresas aportará
a este siglo XXI en el que aún nos encontramos, prácticamente,
desayunando. En lo narrativo, por ejemplo, literatura, cine o
televisión, a la hora de contar historias o plantear situaciones, la
mujer es el personaje más prometedor. El que mayor juego dará
en el futuro. Hablo de mujeres protagonistas por ellas mismas,
enfrentadas a sus desafíos específicos, a sus territorios hostiles. A
sus íntimas o públicas victorias y derrotas.

Pensé en esas mujeres admirables el otro día, cuando mi
amiga Concha Fernández, de la universidad de Sevilla, con la que desde
mi modesta situación de aficionado comparto el gusto por las antiguas
inscripciones sepulcrales, me envió un estudio sobre el epitafio de una
mujer romana de la segunda mitad del siglo II. Y mientras leía el
hermoso texto grabado en mármol, pensé que éste podría, perfectamente,
honrar la memoria de tantas sombras queridas que pueblan la mía y la de
casi todos ustedes: mujeres ya fallecidas o afortunadamente vivas, que
todos conocimos o conocemos, para las que parece escrito este elogio
fúnebre: "Tú, tan grande, guardada en una urna tan pequeña (...)
Intachable en su casa y de sobra intachable fuera de su casa, era la
única que podía afrontarlo todo (...) Fue siempre la primera en
abandonar el lecho, y también la última en irse a descansar tras haberlo
dejado todo en orden; la lana nunca se apartó de sus manos sin una
razón, y nadie la superaba en ganas de agradar; sus costumbres eran muy
saludables. Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre". Eso es
todo. Pero cuando releo las líneas anteriores, comprendo que esta página
la he escrito con el solo objeto de compartir con ustedes las dos
frases finales: "Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre". En
treinta siglos de literatura y de Historia, creo que nunca nadie resumió
de modo tan preciso, tan bello, tan justo y tan triste, la historia de
las mujeres como la resumen esas nueve palabras..
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