martes, 14 de enero de 2014

La Recoleta



El cementerio de la Recoleta debe su fama a la belleza de su arquitectura, esculturas, bronces y vitrales y a las personalidades destacadas que descansan allí. Abrió sus puertas en el año 1822 y fue trazado por el ingeniero francés Próspero Catelin, convirtiéndose en el primer cementerio público de la Ciudad de Buenos Aires. En solo cinco manzanas y media se concentran alrededor de cinco mil bóvedas que llaman la atención por sus diseños arquitectónicos. Al ser éste el lugar elegido para el último descanso de la clase adinerada e importantes personalidades, sus sepulcros debían contar con el mismo lujo que sus mansiones. Además de ángeles y costosos mármoles venecianos, el bronce usado para retratar difuntos o para adornar las puertas de las bóvedas repletas de simbologías e imágenes religiosas y vitrales, el cementerio encierra historias y leyendas. 

Entre ellas, el mausoleo de Tiburcia Domínguez y su marido, Salvador María del Carril, es una evocación de sus desavenencias conyugales. El suyo fue un matrimonio silencioso: no se dirigieron la palabra durante 30 años. Y para que ninguno de los dos lo olvidara, la viuda dejó constancia testamentaria de su voluntad: sus esculturas debían darse mutuamente la espalda. Ella, con gesto adusto, incómoda en un busto. El, confortable en un sillón, dirigiendo la mirada en sentido opuesto. Perpetuaron así su odio conyugal pos-morten. Una muestra en mármol de como había sido la vida en común.

Liliana Crociati murió a los 20 años en su luna de miel en Austria. Un alud la sepultó junto a su marido en en 1970. Ese mismo día, a 14.000 kilómetros de distancia, también murió Sabú, su perro adorado. Una escultura la evoca vestida de novia, con su pelo largo y suelto, secundada por su mascota. En la bóveda, como una catacumba romana, ambientada como su dormitorio y lleno de fotografías, un sari rojo, comprado por ella en la India, cubre con la fuerza de una alegoría su lecho de muerte.




En la bóveda que descansa Federico Leloir, Premio Nobel de Química, el templete que corona la bóveda de forma cuadrangular, está coronado por una cúpula en cuyo interior resalta un Cristo redentor con los brazos abiertos realizado en teselas de colores bañadas en oro.
La bóveda de la familia Dorrego Ortiz Basualdo fue construida por el arquitecto francés Louis Dubois a principio de siglo, en forma de capilla de estilo francés y posee gran simbología. Contiene una escultura de las Vírgenes Prudentes del Evangelio, realizada en mármol y es réplica del monumento a Montanaro del Cementerio de Génova, esculpida por Giovanni Battista Villa. La capilla es de estilo francés, destacándose la puerta de acceso de líneas Art Nouveau. Completan la composición un basamento con el nombre de la familia titular en relieve, una ánfora para aceite sacro y una cruz latina en cuyas puntas se esculpieron los emblemas de los cuatro evangelistas, todo lo anterior en mármol blanco y un candelabro de siete brazos en bronce.

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