Durante la mayor parte del siglo XX, la palabra “reforma” se asociaba
por lo común a la seguridad de la protección del Estado contra los
caóticos efectos de la competencia del mercado capitalista. Hoy en día
se utiliza de modo absolutamente generalizado para referirse al
desmantelamiento de estas formas de protección.
No se trata simplemente de un asunto de apropiación del término por
parte de quienes, en la UE y las agencias internacionales de préstamos,
lo están utilizando como contraseña de las exigencias de que Grecia, por
ejemplo, lleve a cabo más recortes todavía en los empleos y servicios
del sector público. Es también la forma en que usan cada vez más el
término los partidos de centro-izquierda. Así, por ejemplo, el líder
recién elegido del Partido Democrático italiano (sucesor del que fuera
antaño el mayor partido comunista de Europa Occidental), Matteo Renzi,
ha pedido al gobierno que se muestre aún más decidido a la hora de poner
en práctica su paquete de reformas económicas. El paquete entraña
reducir el gasto público y cambiar la regulación para flexibilizar los
mercados de trabajo y atraer inversión extranjera.
Señalando cuántos son los países europeos que hoy se dedican a
“desmantelar furiosamente las formas de protección en el lugar de
trabajo en un intento de reducir los costes laborales”, un reciente
artículo del New York Times [1] ubicaba su origen en los “esfuerzos por
mejorar la competitividad” por parte del gobierno socialdemócrata
alemán en los primeros años de este siglo. Se llevó a cabo de tal modo
que “erosionó aún más la protección del trabajador, fomentando el auge
de ‘mini-empleos’ a corto plazo y de bajos salarios que hoy contabilizan
más de un quinto del empleo alemán”.
Existe un viejo debate en la izquierda entre reforma y revolución.
Pero se ha quedado anticuado, y no sólo debido a lo extremadamente
limitado de las perspectivas y fuerzas de cambio revolucionario. El
actual significado de la palabra “reforma” contrasta agudamente con la
forma en que la utilizaban los socialdemócratas hace cosa de un siglo.
Fuera o no que lograsen la transformación social sin someter a la
sociedad al sufrimiento de la revolución las reformas de incremento
progresivo que figuraban bajo la rúbrica de gradualismo, estaban
destinadas a promover la solidaridad social contra el mercado.
Quizá la mayor ilusión de los socialdemócratas del siglo XX fue su
creencia de que una vez se consiguieran reformas sería para siempre. De
hecho, podemos ver hoy hasta qué punto las viejas reformas se vieron
sometidas a la erosión de la competencia capitalista a escala global. Se
han visto tan minadas por la lógica de la competitividad que parece muy
difícil ver hoy de qué modo podrían asegurarse en nuestro tiempo formas
de protección del Estado contra los mercados sin medidas adicionales
que podrían considerarse revolucionarias.
La idea de que resulta inaceptable hacer algo por debilitar la
inversión privada se ha convertido en algo increíblemente poderoso. Es
esto precisamente lo que hace tan tímidos a los políticos
socialdemócratas de nuestra época. Y pocas dudas puede haber de que,
para apoyar reformas en el viejo sentido progresista del término, un
gobierno tendría que poner en práctica amplios controles para impedir la
fuga de capitales y debería socializar probablemente instituciones
financieras con el fin de conseguir espacio suficiente para poder
maniobrar Syriza, en Grecia, es el único partido de izquierda que ha alcanzado
gran éxito electoral en la crisis europea rechazando la forma en que ha
venido a definirse la reforma. Un presupuesto central de su programa
político implica , además, transformar el sistema bancario en propiedad
pública, por medio de una radical reconversión de su funcionamiento.
Ciertamente, lo que hace que las élites europeas se sientan
íncomodísimas por el hecho de que Grecia ocupe el turno de la
presidencia de la UE que le corresponde durante los próximos seis meses
es que una nueva crisis política conduzca a unas elecciones generales
que podrían convertir, con la actual mayoría de Syriza en las encuestas,
a Alexis Tsipras, en primer ministro de Grecia. Lo que resultaba particularmente impresionante del programa político
de “reforma radical” aprobado por Syriza en su congreso del pasado julio
es que concluía con las siguientes palabras: “El estado en que hoy nos
encontramos requiere algo más que un programa completo elaborado
democrática y colectivamente. Exige la creación y expresión del más
amplio movimiento político, catalizador, militante posible…Sólo un
movimiento así puede llevar a un gobierno de la izquierda, y sólo un
movimiento así puede salvaguardar el rumbo de dicho gobierno”.
Sin embargo, los dirigentes del partido no tienen más remedio que ser
conscientes de que, a menos que se produjera un cambio en el equilibrio
de fuerzas que le dejara espacio a un gobierno de Syriza para aplicar
reformas progresistas, el pueblo de Grecia sufriría aún más al verse
económicamente penalizado y aislado. Sin duda, esta es la razón por la
que, cuando el mes pasado se postuló a Tsipras como candidato del
pequeño contingente de partidos de “extrema izquierda” del Parlamento
Europeo para substituir a José Manuel Barroso el próximo mayo como
presidente de la Comisión Europea, se refirió él a la “oportunidad” que
hoy existe de una alternativa de izquierda al actual modelo europeo
capitalista.
Esto nos retrotrae a la otra cara del debate de reforma versus
revolución de hace un siglo, lo que nos recuerda lo que sucedió cuando
no se realizó la esperanza de que una revolución en la periferia de
Europa desencadenara revoluciones en los países capitalistas más
fuertes.
La izquierda solía molerse a palos, a veces literalmente, en debates
sobre reforma contra revolución, parlamentarismo contra
extraparlamentarismo, partido contra movimiento, como si una cosa
descartara a la otra. La cuestión en el siglo XXI no estriba en reforma
contra revolución sino más bien en qué clases de reformas, con qué clase
de movimientos populares tras ellos comprometidos en el género de
movilizaciones que pueden inspirar transformaciones semejantes en otras
partes, pueden resultar lo bastante revolucionarias como para resistir
las presiones del capitalismo.
Nota:[1] Americanized Labor policy is Spreading in Europe, The New York Times, 3 de diciembre de 2013.
* Editor del Socialist Register, famoso y ya clásico anuario de la
izquierda anglosajona, y profesor investigador de Ciencias Políticas en
la Universidad de York, en Canadá y coautor con Sam Gindin de The Making
of Global Capitalism: The Political Economy of American Empire (Verso,
Londres, 2012)
Mientras los gobiernos no cambien la forma de actuar el pueblo estará sometido a los caprichos rabiosos de un capitalismo desmedido, que no entiende, ni quiere entender, de otra cosa que no sea amasar dinero y poder.
ResponderEliminarHasta que no se limite la huida de capitales a paraisos fiscales, el dinero desaparecerá de las calles sin dejar rastro, ni pagar los porcentajes de impuestos que el pueblo si pagamos