Por Juan José Téllez
Les damos pena. Y tienen motivos. Hace quinientos años y picos nos
plantamos allí con unas cuantas carabelas, crucifijos y baratijas para
descivilizarles de lo suyo y civilizarlos a nuestra manera: les
cambiamos el oro por la fe, les inoculamos la gripe y el idioma, les
esclavizamos, les encomendamos, les reducimos y justo cuando, a
comienzos del siglo XIX, íbamos a otorgarles una Constitución que
amparase a los españoles de ambos hemisferios, a ellos les dio por
independizarse y nosotros debiéramos haber hecho lo mismo, permitiendo
que Napoleón nos librara de Fernando VII.
Hace unos días, algunos de sus máximos líderes actuales llegaron a
Cádiz para una de esas habituales cumbres borrascosas de una comunidad
iberoamericana en manifiesto tenguerengue, a pesar de las exhibiciones
folklóricas y de los discursos bienintencionados. En esa hermosa ciudad,
la más americana de Europa o la más europea de América, pero con una
tasa de paro manifiestamente africana o asiática, volvieron a vernos más
perdidos que Cristobal Colón camino de Las Indias; o más controlados
que Carlos I de España y V de Alemania, por sus banqueros, tan parecidos
en el fondo al actual Bundesbank y a los planes de reducción
presupuestaria de Herman Van Rompuy. España, hoy, es como un galeón
hundido de la Carrera de Indias: lleno de tesoros aparentemente
imposibles de sacar a flote.
Hasta el ecuatoriano Rafael Correa, actual presidente del país que
nos llenó de humildes y luchadoras chachas a la España del pelotazo,
nos da consejos lucidos sobre los desahucios o viviendas que les
faltan a la gente y les sobran a los bancos. Y Dilma Roussef, sucesora de Lula Silva y primera presidenta de ese Brasil en donde el
gaditano Luis Gálvez proclamó la república independiente de Acre, nos
aconseja sensatamente que como sigamos a bordo del tren de la
austeridad, más temprano que tarde llegaremos a una via muerta.
Afuera del Palacio de Congresos de la capital gaditana, la realidad
eran miles de policías tomando las calles y los trabajadores de Navantia
quemando neumáticos como señales de humo a aquellos viejos compañeros
de la historia, los que extrajeron la plata del Potosí, los que fueron
diezmados por virus, huestes o dioses a caballo, los que vieron como
reventaban sus pulmones buscando perlas para los conquistadores en la
isla de Cubagua, los de la noche triste y las reducciones en llamas, los
que vieron como encadenaban a Alvar Núñez Cabeza de Vaca por denunciar
la corrupción de la corte de Asunción, los que asistieron impotentes al
olvido de la expedición botánica de Celestino Mutis por Nueva Granada,
al verse algunos de los expedicionarios implicados en conspiraciones
contra la Corona.
Esa es la verdadera fraternidad trasatlátnica, la que pretendía
reiventarse en cierta forma en una cumbre alternativa, denominada La
Hora de los Pueblos, que se celebró cerca de Cádiz, en Puerto Real, y
que registró menos atención mediática que el pintoresco
footing de José María Aznar por la Alameda gaditana. En el encuentro
oficial, hasta el Rey se bajó del trono virtual para pedir a los
empresarios latinoamericanos que hicieran las Españas, que nos
devolvieran en cierta forma las barajitas del 92 y nos devolvieran
la visita con que les llenamos su continente de virreyes o transnacionales, telefónicas y empresas energéticas.
Más allá de la propaganda imperial, esa otra orilla ya vino a
salvarnos en otras ocasiones: cuando Cuba, más allá del desastre del 98,
siguió abranzando a españoles que huían del hambre o de las epidemias, o
cuando el México de Cárdenas recibía a mansalva a los exiliados de
nuestra última guerra civil. Ese afecto final es el que late por encima
de la oratoria vacua de estos pomposos encuentros iberoamericanos en
vías de extinción.
Más allá de que, a un lado y a otro de la mar océana, algunos giles y malandros usen todavía como un insulto la expresión “gallego” o “sudaca”, los iberoamericanos de andar por casa nos entendemos. Quizá porque compartimos el mismo yugo de los mercados y no solemos, de un tiempo a esta parte, estar demasiado encumbrados sino a menudo por los suelos. De vez en cuando nos dolarizan o nos europeizan, pero siempre nos exprimen. Y, en el fondo, seguimos sin saber si no reinventan dictaduras en contra de nuestros sueños porque sencillamente el poder nos tiene tan domesticados que ya ni les hace falta gorilas para meternos en cintura. Les basta con la tiranía de las primas de riesgo y la convicción profunda de que la libertad real no volverá nunca a pasear por las grandes alamedas.
Más allá de que, a un lado y a otro de la mar océana, algunos giles y malandros usen todavía como un insulto la expresión “gallego” o “sudaca”, los iberoamericanos de andar por casa nos entendemos. Quizá porque compartimos el mismo yugo de los mercados y no solemos, de un tiempo a esta parte, estar demasiado encumbrados sino a menudo por los suelos. De vez en cuando nos dolarizan o nos europeizan, pero siempre nos exprimen. Y, en el fondo, seguimos sin saber si no reinventan dictaduras en contra de nuestros sueños porque sencillamente el poder nos tiene tan domesticados que ya ni les hace falta gorilas para meternos en cintura. Les basta con la tiranía de las primas de riesgo y la convicción profunda de que la libertad real no volverá nunca a pasear por las grandes alamedas.
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