Por Eduardo Febbro
Desde Atenas
Tener a Alexis Tsipras sentando enfrente
durante una hora, someterlo a una batería de preguntas y constatar que
el dirigente del movimiento de la izquierda radical griega, no
es una imagen fabricada por los medios, sino una continuidad manifiesta
entre el hombre que pone de pie a las multitudes, el que responde a los
ataques feroces que le lanza la derecha con una calma ecuménica, y el
que, ahora, despliega la misma paciencia cuando
explica los fundamentos de su fe política en la oficina que ocupa en el
Parlamento griego. No siempre es así. La mayor parte de las veces la
distancia entre el personaje público, el de las cámaras, y el real es
enorme. Tsipras es uno y el mismo, un líder fuerte en un
caparazón de ternura. Su casi incapacidad de ponerse nervioso o agresivo
contrasta con el sistema de fieras en el que se mueve y con el lugar a
donde la historia lo puso de golpe. Hace un año, Syriza tenía no
más del 3% de los votos. En mayo de 2012, Tsipras fue
llamado a formar un gobierno –no lo consiguió– y en junio quedó a las
puertas del poder con el 27%, detrás de la
derecha de Nueva Democracia, 29%.
Syriza es ahora la segunda fuerza política de Grecia y, además, se
constituyó como el grupo parlamentario de izquierda no socialista más
importante de Europa. Una hazaña política inédita que se plasmó con la
crisis abismal que vive Grecia y con un mensaje distinto: decir no a las
políticas neoliberales, cambiar la estructura del euro, no aceptar las
condiciones impuestas a Grecia por el trío de gendarmes compuesto por el
Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Unión
Europea a cambio de los planes de ayuda. Los medios de comunicación del
liberalismo parlamentario, sobre todo los alemanes, le tejieron una
leyenda negra. Tsipras pasó a ser el “anti euro”. No se presenta ni como
anti euro ni como un héroe, pero Grecia se dividió de pronto en dos:
tsiprofóbicos o tsiprofilos.
A sus 38 años, Tsipras resistió a las dos cosas. Modesto,
humano, cercano, Tsipras cultivó el mito de la normalidad: se parece a
cualquier persona, está al alcance, es “Alexis”, como lo llaman sus
partidarios, un hombre alejado de las pasiones que su ascenso suscita.
Es poco común entre los hombres políticos, sobre todo en Europa, donde
cada dirigente se siente y se cree investido de una misión universal. Tsipras dice lo contrario: está para aprender, para escuchar. Los
medios la llaman “el hombre que hizo temblar a Europa”, pero este
dirigente político de una nueva especie no se inmuta. “Sé enojarme, pero
eso de gritar o ponerme nervioso no corresponde a mi temperamento”,
explica casi disculpándose. Una periodista del Washington Post que
estuvo con él lo calificó de “romántico”. No hay que
equivocarse. Es un felino político que se desliza con discreción y
gana. Comprometido en sus análisis y su acción, libre de la influencia
de los volcanes y los insultos que le salen al paso. Tsipras osó este
año lo impensable: poner en tela de juicio la biblia liberal y su
metodología encarnada en el llamado “memorando de austeridad” que busca
hacer de Grecia una sociedad en penitencia y sacrificada. La hora es
grave: la mitad de la juventud que no tiene ni casa ni trabajo, hay en
Grecia un movimiento neonazi que entró con fuerza en el Parlamento, que
hace campaña de recolecta de sangre con el slogan “sangre griega para
los griegos”: el país está sitiado por el signo del recorte. Desempleo,
miseria, descomposición social.
La catástrofe es inmensa y el capitán que promete salir de ello no
pertenece a los partidos de izquierda que siempre hicieron gobiernos, es
decir, la socialdemocracia, sino a un movimiento de izquierda radical
donde hay desde trotskistas hasta comunistas. Un hombre ponderado, que
siempre sonríe, que le opone a la adversidad y a la agresividad una
cordialidad casi devota. Alexis Tsipras nació en Atenas con la nueva
historia: vino al mundo cuatro días después de la caída de la dictadura
de los coroneles. No tardó en empaparse en política: desde el
bachillerato, pasando por la universidad, siempre a la izquierda. En
2008 hizo historia en un país donde la clase política es un círculo
gerontocrático: asumió la dirección de la izquierda radical y se
convirtió en el líder más joven de la historia del país a la cabeza de
un partido. Un año más tarde dio un paso más en la hazaña: unió al
movimiento, silenció las voces discordantes dentro de una corriente
desestabilizada por la polifonía de las tendencias. De allí a este 2012,
Tsipras se convirtió en el demonio de los banqueros, en la pesadilla
siglo XXI de los banqueros y funcionarios de la Unión Europea y en el
abanderado universal de la oposición al liberalismo cínico y depredador.
De pronto, en sus labios, las palabras “pueblo”, “lucha”, “dignidad”,
“justicia social” o “igualdad” tienen resonancias renovadas. Son
verosímiles, como él. Alexis Tsipras no está lejos de viajar en la
Argentina. Hace unos días interpeló al Parlamento para que pidiera a
Buenos Aires que investigara los cerca de 17 griegos o descendientes de
griegos que de-saparecieron en la Argentina durante la última dictadura
militar. Hay cosas, dice Tsipras, que no deben y no se pueden olvidar.
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