Álvaro Cuadra
Junto a la conmemoración de
la tragedia en Nueva York, en el sur también hay razones
para el recuerdo y la tristeza cada once de septiembre. Fue el gobierno, encabezado por Nixon y Kissinger,
el que financió y preparó un golpe de estado el 11 de septiembre de
1973, en un pequeño país de América del Sur para derrocar al gobierno
constitucional encabezado por el presidente Salvador Allende. Hay días que marcan a fuego a las sociedades. Cada pueblo conoce y reconoce esas fechas que
constituyen, ni más ni menos, su propia historia.
El once de septiembre de 1973 pertenece, por derecho propio, a aquellas fechas trágicas de nuestro país. Una fecha que vive todavía en la memoria viva de muchos, víctimas y victimarios. Han pasado ya casi cuarenta años de aquel infausto episodio, sin embargo, nuestro país no ha logrado hasta la fecha salir de la fetidez de tanta tumba sin nombre, de tanto abuso todavía impune. En Chile, contra lo que creía el filósofo, se ha impuesto la ley del más fuerte. Toda la violencia desatada aquel día ha tenido como corolario la prolongación del poder de los poderosos. La dictadura de Pinochet fue capaz de reinstalar en nuestro país el viejo orden oligárquico bajo ropajes neoliberales. Un puñado de familias concentra el poder económico y político, domesticando a la población en el consumo suntuario.
La desigualdad se ha entronizado entre nosotros, perpetuando la injusticia de siglos. Durante treinta y nueve años hemos asistido a la tragedia de una cruenta dictadura con su secuela de cadáveres, torturados, desaparecidos; pero también a la farsa de una democracia que ha sido incapaz de restituir, mínimamente, un sentido ético y cívico en nuestra sociedad. El esclarecimiento de muchos crímenes de lesa humanidad cometidos en nuestro suelo sigue siendo una dolorosa tarea pendiente.
El once de septiembre de 1973 pertenece, por derecho propio, a aquellas fechas trágicas de nuestro país. Una fecha que vive todavía en la memoria viva de muchos, víctimas y victimarios. Han pasado ya casi cuarenta años de aquel infausto episodio, sin embargo, nuestro país no ha logrado hasta la fecha salir de la fetidez de tanta tumba sin nombre, de tanto abuso todavía impune. En Chile, contra lo que creía el filósofo, se ha impuesto la ley del más fuerte. Toda la violencia desatada aquel día ha tenido como corolario la prolongación del poder de los poderosos. La dictadura de Pinochet fue capaz de reinstalar en nuestro país el viejo orden oligárquico bajo ropajes neoliberales. Un puñado de familias concentra el poder económico y político, domesticando a la población en el consumo suntuario.
La desigualdad se ha entronizado entre nosotros, perpetuando la injusticia de siglos. Durante treinta y nueve años hemos asistido a la tragedia de una cruenta dictadura con su secuela de cadáveres, torturados, desaparecidos; pero también a la farsa de una democracia que ha sido incapaz de restituir, mínimamente, un sentido ético y cívico en nuestra sociedad. El esclarecimiento de muchos crímenes de lesa humanidad cometidos en nuestro suelo sigue siendo una dolorosa tarea pendiente.
El país ha sido conducido a la amnesia, al olvido interesado de su
propia herida. El olvido se impone por doquier cuando los culpables
andan sueltos e impunes. La memoria es abolida en cada supermercado y en cada programa de la
televisión que enaltece la figura de los uniformados, desplegando
la escenografía tricolor de “fondas y ramadas” para
que la muchedumbre ebria de patriotismo no recuerde los “campos de
concentración”, los allanamientos masivos, los torturados y desaparecidos. La televisión nos muestra al señor alcalde ensayando unos pasos de
cueca, olvidando que ese señor fue agente uniformado de organismos de
seguridad del dictador. Decir verdades incómodas no es
“políticamente correcto” pero es indispensable decirlas a las nuevas
generaciones, herederos de este país.
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