Desde que Felipe Calderón militarizó la lucha contra los
carteles, no se redujo la violencia
Por Darío Pignotti
Desde Ciudad Juárez
“Esta guerra nunca va a acabarse, creo yo. En Ciudad Juárez y en
todo México la pura verdad es que las autoridades no quieren terminarla.
Todo el mundo está coludido con la ‘lana’ (dinero) de la droga.
Personas que no querían entrar, entraron... los chavos se cansan de
trabajar en las maquilas y terminan sicareando.” Sicarear es un verbo
corriente en Ciudad Juárez: aquí la guerra lo es todo. “Primero sólo
muchachos eran contratados para matar, después el negocio fue creciendo y
ahorita está habiendo más chavas gatilleras”, cuenta el taxista
mientras viajamos hacia el puente que une Juárez y El Paso, en el estado
de Texas. Esta ciudad de aspecto artificial, implantada sobre el desierto y
atravesada por avenidas anchas donde abundan las camionetas 4x4
probablemente blindadas, fue considerada la más violenta del mundo hace
dos años, cuando hubo cerca de 3100 asesinatos, según el conteo
realizado por la prensa cuyas cifras merecen más confianza que
las de los boletines policiales.
El taxista me dejó en el acceso al puente binacional. Yendo a pie
hacia Estados Unidos por una pasarela cubierta de alambre tejido debajo
de un sol capaz de deshidratar escorpiones, lo primero que se divisa al
otro lado del río Bravo, junto a mástiles con las banderas de ambos
países, es una placa de grandes dimensiones dando el “Welcome” a los
visitantes procedentes de México, a quienes les espera una rigurosa y
con frecuencia ofensiva requisa.
En cambio, cuando se hace el trayecto en sentido inverso, desde El
Paso hacia Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, los controles
parecen irrisorios. Un letrero del gobierno mexicano da la bienvenida a
los norteamericanos, y otro colocado a pocos metros probablemente por
militantes de derechos humanos, implora a los gringos que dejen de
ingresar las weapons (armas) destinadas a los ejércitos de sicarios como
el que responde a Joaquín el “Chapo” Guzmán, quien sería un protegido
del gobierno del presidente Felipe Calderón, dicen analistas serios. El
barón de la cocaína en México, apodado Chapo por su corta estatura, está
en la lista de los más buscados por el FBI y en el ranking de los
mexicanos ricos e influyentes publicado por Forbes. Es, además, uno de
los hombres que manda en Ciudad Juárez, donde su poder es cuestionado a
balazos por Los Zetas, una banda de narcos viciados en sangre, surgida
de un grupo de militares que desertó luego de haberse entrenado en
Estados Unidos e Israel.
Para aprovisionar a los carteles que guerrean en Juárez y decenas de
ciudades cada día ingresan al país unas 2000 ametralladoras, granadas,
fusiles y partes de armamento antiaéreo. El cargamento llega desde
California, Arizona, Texas y Nuevo México, disimulado en camiones o a
través de los “compradores de paja”, traficantes hormigas que
diariamente pasan por el límite ante los indiferentes puestos de
vigilancia. La indolencia de los agentes norteamericanos hacia quienes
dejan el país suele ser proporcional a la tolerancia con el crimen
organizado siempre que éste actúe al sur, como lo mostró el operativo
norteamericano “Rápido y Furioso”.
Washington se vio obligado a presentar excusas cuando tomaron estado
público las consecuencias del plan “Rápido y Furioso” a través del cual
los servicios de inteligencia estadounidenses consintieron la venta de
armamento pesado a criminales mexicanos bajo el pretexto de que así
podrían descubrir sus guaridas. Pero nada de eso sucedió, ningún
cabecilla cayó mientras decenas de mexicanos probablemente fallecieron
en las acciones perpetradas con ese arsenal. El escándalo causado por “Rápido y Furioso” fue tal que al
presidente Calderón no le restó más alternativa que proferir algunas
críticas a sus aliados carnales de Washington. “Esta guerra se perdió, no quisiera yo afirmar que la derrota sea
irreversible, pero nos tomará años revertir la situación causada por
este conflicto rechazado por la mayoría del pueblo. El hartazgo
quedó probado en las elecciones presidenciales, con la
derrota del partido del señor
Calderón”, explica el historiador Víctor Orozco.
“¿Usted me pregunta si alguien se benefició con este sexenio trágico
de Calderón? Pues sí, los narcos. El Estado mexicano ya estaba
corrompido antes de esta guerra contra el crimen organizado, seis años
después tenemos un Estado más corrompido y debilitado frente a la
injerencia de las agencias norteamericanas. Sabemos que la DEA y la CIA
tienen agentes operando en Juárez, Tijuana, Matamoros (principales
ciudades fronterizas).”
“Militarizar la lucha a la delincuencia demostró ser un error, no
redujo la infame violencia. Los números son graves. El Inegi (Instituto
Nacional de Geografía, Estadística e Historia), nos conmocionó en estos
días con el informe sobre decenas de miles de personas muertas en el
sexenio”, remata el profesor Orozco durante la entrevista en la
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, frente al límite con Estados
Unidos.Desde que Felipe Calderón llegó al poder sospechado de fraude y
lanzó una conflagración para restañar su imagen, hubo 95.000 asesinatos,
la mayoría de ellos ligados con el conflicto, reportó a fines de agosto
el Inegi, organismo público no gubernamental.
Esta aventura guerrerista de los de “arriba”, dirigida por Calderón
como si se tratara de un videogame (el presidente dijo ser un adicto a
ese pasatiempo), deterioró el tejido social de los de “abajo”, observó
el subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional,
en un ensayo sobre la devastación dejada por el sexenio que llegará a su
fin dentro de tres meses cuando asumirá la presidencia Enrique Peña
Nieto, del Partido Revolucionario Institucional, la agrupación con más
dirigentes procesados y condenados (entre ellos varios gobernadores) por
integrar organizaciones delictivas.
El telegénico Peña Nieto, no
demostró ser un conocedor avezado de temas militares y seguridad pública
–tampoco se luce cuando habla de cuestiones económicas, sociales y
diplomáticas–, pero ha formulado declaraciones contra el agravamiento de
la violencia, en las que algunos observadores
interpretaron una posible distensión con las mafias a fin de mitigar
las matanzas. Queda por saber si el futuro mandatario podrá desanudar los
intereses que alimentan a este conflicto desde “arriba”, según el texto
de Marcos que aporta cifras reveladoras sobre el incremento de los
gastos militares durante la gestión Calderón, mientras decreció el
salario real y se precarizó el empleo.
Ciudad Juárez es el retrato de un país cortado por las diferencias
entre los “de arriba y los de abajo”, quienes aterrados por la violencia
comenzaron a dejar las colonias (barrios) populares como Rivera para
retornar a sus pueblos de origen, generalmente en el sur mexicano.Pero no todos emigran de esta “plaza de guerra”. En Campos Elíseos,
El Campestre y otras colonias acomodadas donde reside el alto escalón
mafioso, no es común ver mansiones abandonadas según cuentan los mismos
periodistas que me recomendaron evitar hacer una recorrida por allí,
donde los guardias se pasean armados y se impacientan con los
curiosos.
Tampoco se van de Juárez aquellos que subsisten dentro de la cadena
productiva del crimen: traficantes de drogas, armas y personas,
lavadores de dinero, guardaespaldas, sicarios y las nuevas musas de una
contienda exhibicionista: las sicarias. Llegar a ser una homicida famosa como “La Güera Loca”, acusada de
decenas de asesinatos y filmada mientras decapitaba a una víctima, es lo
que ambicionan algunas muchachas pobres y temerarias cuando se alistan
inicialmente como “mandaderas”, el escalón inferior en la pirámide
criminal, de donde pueden ascender posiciones hasta convertirse en
“linces” y “cóndores”.
Se dice que ellas matan con más frialdad que sus colegas del género
masculino, son más profesionales, no las mueve ninguna pulsión erótica
(que experimentarían los hombres): las guía el solo objetivo de ganar
dinero y trepar en la estructura mafiosa. María Celeste Mendoza Cárdenas integra el cuadro de matadoras de Los
Zetas, la banda que actúa en Juárez y otras ciudades importantes, y
cuya seña distintiva es ser la agrupación más violenta entre las que
forman el mercado del hampa mexicano. “Soy sicaria al servicio de Los Zetas... duré dos meses en el
adiestramiento y apenas llevo tres o cuatro días”, contó el año pasado
con una mueca indiferente a los periodistas que la entrevistaron luego
de haber conmocionado al país por la rudeza con que enfrentó durante
horas, en el estado de Jalisco, a las fuerzas de seguridad, que debieron
reforzarse con helicópteros para reducir a las combatientes. Al menos
cinco camaradas de María Celeste murieron y, según trascendió, una tenía
su misma edad: 16 años.
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