Sobre la vergüenza, varias personalidades se han referido a ello. El
filosofo chino Confucio, señaló: “un caballero se
avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus actos”. Hesíodo, poeta griego manifestó: “La vergüenza viene en ayuda de los hombre o los envilece”. Aristóteles, filosofo griego sentenciaba: “La vergüenza y
el rubor son indicios inequívocos de la presencia del sentimiento
ético”. El escritor español, Baltasar Gracián, dijo: “Hemos de
proceder de tal manera que no nos sonrojemos ante nosotros mismos.” George Bernard Shaw, escritor irlandés, opinó:”cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber”. Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010,
manifestó: “Me da vergüenza recibir el Premio que no llegó a recibir Borges”.
El biólogo Charles Darwin afirmó en “La expresión de las emociones en el hombre y los animales” que la vergüenza se manifestaba mediante rubor facial, confusión mental, vista caída, una postura descolocada y cabeza baja, y observó síntomas similares en diferentes razas y culturas.
¿Hemos perdido los seres humanos la vergüenza? No se tiene ni se siente ya a ningún nivel ni en sitio alguno. No aflora ya en casi nadie, ni se manifiesta en nada, esa sensación de turbación del ánimo, producto del miedo a la deshonra, del temor a la crítica y al ridículo. Ya nadie se sonroja ni se perturba ante el descrédito y la culpa, ni reacciona y se defiende ante un ataque o un reclamo, injusto o justificado. El rubor y el sentirse abochornado han sido sustituido por la impavidez, por la impudicia, la desfachatez, el cinismo, el desparpajo y el descaro. Y puede sin dudas afirmarse lamentablemente que una sinverguenzura aceptada, cómoda y cómplice, e institucionalizada, ha pasado a ser característica esencial e ingrediente básico del alma, del carácter y la conducta de algunos individuos.
¿Hemos perdido los seres humanos la vergüenza? No se tiene ni se siente ya a ningún nivel ni en sitio alguno. No aflora ya en casi nadie, ni se manifiesta en nada, esa sensación de turbación del ánimo, producto del miedo a la deshonra, del temor a la crítica y al ridículo. Ya nadie se sonroja ni se perturba ante el descrédito y la culpa, ni reacciona y se defiende ante un ataque o un reclamo, injusto o justificado. El rubor y el sentirse abochornado han sido sustituido por la impavidez, por la impudicia, la desfachatez, el cinismo, el desparpajo y el descaro. Y puede sin dudas afirmarse lamentablemente que una sinverguenzura aceptada, cómoda y cómplice, e institucionalizada, ha pasado a ser característica esencial e ingrediente básico del alma, del carácter y la conducta de algunos individuos.
Existe una desvergüenza ostentosa, descarada, otra encubierta,
disimulada y disfrazada bajo una aparente indiferencia, con una
resignación que se piensa muy loable, con una paciencia digna de
encomio, con una discreción que vuelve admirable a la desidia. Es la
desfachatez que lleva a muchos a transigir, a aceptar, a soportar, a
disculpar y aguantarlo todo sin que nada importe, sin molestarse, sin
exigencias, sin reproches, lamentos ni quejas. Es tal el deterioro, y el desmoronamiento ante tanta desvergüenza, que
existe la sinverguenzura que se admira, se aplaude y se premia y se
encumbra al desvergonzado muy alto mientras más sinvergüenzas es. Es la que
permite, sin que nadie se muera de vergüenza: los vicios
administrativos, los privilegios y los privilegiados de turnos. Es la
que consiente a la corrupción. La misma que soporta la forma vergonzosa
como se incumplen los deberes y como se violan y desconocen los
derechos.
Son muy escasos los que tienen vergüenza, temen la vergüenza propia,
sienten la vergüenza ajena y resienten la frecuencia con que otros les
hacen pasar tanta vergüenza. Y por último, “La vergüenza”, es también una película en blanco y
negro dirigida por el cineasta sueco Ingmar Bergman, estrenada en 1968.
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