Por Rosa Montero
Estoy en Argentina, país que amo, en plena resaca mortuoria por Kirchner. Desconfío de las multitudes emborrachadas de sentimientos y me asustan esos paroxismos colectivos que hacen que tu criterio individual desaparezca sumergido en la masa. Diversos experimentos científicos han demostrado que el ser humano prescinde con temible facilidad de su responsabilidad moral si se siente amparado por la muchedumbre. De hecho, ese es el principio que desencadena los linchamientos. Además, la horda enardecida y unánime posee un atractivo venenoso al que nadie es inmune; por ejemplo, los grandiosos desfiles del nazismo eran de una belleza contagiosa, como demostró la cineasta Leni Riefenstahl. Quiero decir que, de primeras, la marea necrófila que vive Argentina me resultó inquietante.
Y, sin embargo... Recuerdo otro pantano emocional parecido, la muerte de Lady Di. Y recuerdo lo que me dijo al respecto la premio Nobel Doris Lessing: "Sí, al principio la exagerada respuesta popular me resultó falsa y desagradable, hasta que me di cuenta de que en realidad todo el mundo está muy necesitado de llorar". Cierto: nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte y hemos perdido para siempre los viejos ritos sociales funerarios. En 1987 cubrí como periodista el naufragio de un pesquero gaditano: de sus 12 tripulantes fallecieron 10. La llegada de los cadáveres al pequeño pueblo del que procedían me dejó boquiabierta: todos los vecinos en la calle, sollozos, alaridos, abrazos, plañideras, mujeres repartiendo tazones de caldo con humeantes ollas. Todo tan excesivo pero también, seguramente, tan consolador: fue una muestra última de los antiguos duelos.
Hoy, ya no sabemos compartir nuestras penas. Por eso necesitamos una excusa ajena con la que poder llorar en común el dolor propio.
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