La fantasía, ¿huye o anuncia? ¿Es desertora o profeta? El delirio, que niega la realidad que conocemos, ¿no presiente la realidad que necesitamos? ¿No serán los sueños más realistas que las vigilias?
Por Eduardo Galeano
Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. Yo tenía una sola lapicera, y la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones de arqueología, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en el dorso de la mano. Y súbitamente corrió la voz, y de pronto me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería una cabra y quien una cobra, otros preferían pájaros, pájaros de alto vuelo o de lindo cantar, loritos conversadores, lechuzas asustadoras, y no faltaban los que pedían el dibujo de un dragón o de un fantasma.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca.
—Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima —dijo.
—¿Y anda bien? —le pregunté.
—Atrasa un poco —dijo.