Raúl Zibechi
El reciente informe de Oxfam Gobernar para las élites muestra con
datos fehacientes que la democracia fue
secuestrada por el uno por ciento para ensanchar y sostener la
desigualdad. Confirma que la tendencia más importante que vive el mundo
en este periodo de creciente caos es hacia la concentración de poder y,
por tanto, de riqueza. El informe señala que casi la mitad de la riqueza mundial está en
manos de uno por ciento de la población, que se ha beneficiado de casi
la totalidad del crecimiento económico posterior a la crisis. Acierta
Oxfam al vincular el crecimiento de la desigualdad a la apropiación de
los procesos democráticos por parte de las élites económicas. Acierta
también al advertir que la concentración de la riqueza erosiona la
gobernabilidad, destruye la cohesión social y aumenta el riesgo de
ruptura social.
Lo que no dice Oxfam es que la concentración de riqueza va de la mano
con la militarización de las sociedades. Para defender la gigantesca
concentración de riqueza, los de arriba se están blindando,
militarizando cada rincón del planeta. Una de las recomendaciones
dirigida a los miembros del Foro Económico de Davos suena demasiado
ingenua: No utilizar su riqueza económica para obtener favores políticos
que supongan un menoscabo de la voluntad de sus conciudadanos. Vivimos en sociedades cada vez más controladas y militarizadas, ya
sea en el norte o en el sur, bajo gobiernos conservadores o
progresistas. Estamos ante una tendencia global que no puede ser
revertida, en el mediano plazo, en los escenarios locales. Oxfam asegura
que la desigualdad ha disminuido en América Latina en la última década.
Ciertamente. Pero se trata de la región más desigual del mundo y se
compara con la década de 1990, cuando la desigualdad llegó a un pico tan
elevado que provocó estallidos sociales.
Entre los países donde la desigualdad ha disminuido destacan Brasil,
México, Argentina y Colombia. En todos los casos la reducción se debe a
razones similares (fiscalidad progresiva, servicios públicos y políticas
sociales). Existen tendencias de fondo, más allá de
qué corrientes políticas ocupen el gobierno. Algo similar puede decirse
de Europa: la crisis la pagan los trabajadores, tanto bajo gobiernos de
derecha como de izquierda. Hay que destacar la tendencia a la militarización. El secuestro
de los derechos. La criminalización de la protesta. Los de abajo vivimos
en un estado de excepción permanente, siguiendo la máxima de Walter
Benjamin. La militarización no es ni transitoria ni accidental, no
depende de la calidad de los gobiernos ni de su discurso ni de su signo
ideológico. Se trata de algo intrínseco al sistema, que ya no puede
funcionar sin criminalizar la resistencia popular.
El Ministerio de Defensa de Brasil acaba de difundir (parcialmente
por cierto) el Manual de garantía de la ley y el orden (GLO), en el que
se define la intervención de las fuerzas armadas en la seguridad interna. El GLO tuvo dos versiones: la primera, de diciembre de 2013, fue pulida
en la publicada a finales de enero y se quitaron (o se enviaron a las
páginas en blanco) los aspectos más chocantes. Por ejemplo, que las
fuerzas armadas van a intervenir para restaurar el orden contra fuerzas
oponentes. Cuando el manual define cuáles son esas fuerzas, puede leerse:
movimientos u organizaciones; personas, grupos de personas u
organizaciones actuando de forma autónoma o infiltrados en movimientos.
Cuando detalla las principales amenazas, se dice: bloqueo de vías
públicas; disturbios urbanos; invasión de propiedades e instalaciones
rurales o urbanas, públicas o privadas; paralización de actividades
productivas; sabotaje en los locales de grandes eventos. En suma, buena
parte del repertorio de acción de los movimientos sociales.
Es un buen ejemplo de militarización y de criminalización de la
protesta. En rigor, el GLO es la actualización de un conjunto de
normativas que figuran en la Constitución y se han ido reglamentando
desde la década de 1990. Lo sintomático es que se actualiza luego de las
masivas manifestaciones de junio cuando se celebraba la Copa FIFA
Confederaciones, y cuando una parte del movimiento popular anuncia
nuevas acciones durante la próxima Copa Mundial de Futbol. Por eso se
considera como sabotaje cualquier movilización durante grandes eventos.
Esa es la disposición de ánimo de un gobierno como el de Dilma Rousseff,
que pasa por ser más democrático que los de México y Colombia, por
ejemplo.
El problema no es que el gobierno de Brasil haya cambiado, sino que
el Estado siente la necesidad de responder al desafío de la calle y lo
hace como cualquier Estado que se aprecie: garantizado el orden a costa
de los derechos. De lo que se trata en este caso es de asegurar que una
de la más corruptas multinacionales, la FIFA, pueda celebrar su
actividad más lucrativa sin ser molestada por acciones colectivas de
protesta.
Ante la escalada de militarización que atraviesa el mundo, los organizados en movimientos estamos lejos de tener algún tipo de
respuesta. Más aún: nuestras estrategias, nacidas en periodos de
normalidad, están mostrando límites en momentos de crisis y caos
sistémicos. En primer lugar, necesitamos ser conscientes de esos
límites. En segundo, debemos aprender a defendernos. Como señala el historiador chileno Gabriel Salazar: El poder popular
es la única forma de tener una verdadera democracia. Un pueblo que tiene
derechos pero no tiene poder no es nada. El derecho no vale sin poder.
Los sistemas comunitarios de defensa nos enseñan sobre la
construcción de poder entre los de abajo. El movimiento obrero tuvo una
vasta experiencia, hasta el nazismo, sobre formas de
autodefensa.
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