Hace un siglo, cuando Harrods decidió instalar su
primer emporio en el extranjero, eligió Buenos Aires. En 1914, la
Argentina se destacó como el país del futuro. Su economía había crecido
más rápido que la de Estados Unidos durante las cuatro décadas previas.
Su PBI per cápita era más alto que el de
Alemania, Francia o Italia. Se jactaba maravillosamente de sus fértiles
tierras para agricultura, su clima soleado, una nueva democracia (el
sufragio universal masculino fue introducido en 1912), una población
educada y el baile más erótico del mundo. Los inmigrantes bailaban tango
fueran de donde fueran. Para los jóvenes y ambiciosos, la elección
entre la Argentina y California era difícil.
Todavía hay muchas cosas para amar sobre la
Argentina, desde las gloriosas tierras desoladas de la Patagonia al
mejor jugador de fútbol del mundo, Lionel Messi. Los argentinos siguen
siendo los más lindos del planeta. Pero su país es una ruina. Harrods
cerró en 1998. La Argentina está otra vez en el centro de una crisis de
los mercados emergentes. Esto puede ser atribuido a la incompetencia de
la presidenta, Cristina Fernández, pero ella es sólo la última en una
sucesión de populistas económicamente analfabetos, que llega hasta Juan y
Eva (Evita) Perón, y antes. Olvídense de competir con los alemanes. Los
chilenos y los uruguayos, los países locales a los cuales la Argentina
solía mirar desde arriba, son ahora más ricos. A los chicos de esos dos
países -y de Brasil y México también- les va mejor en las pruebas
internacionales.
¿Por qué extenderse sobre una sola tragedia
nacional? Cuando la gente considera qué es lo mejor que le podría pasar a
su país, piensan en el totalitarismo. Dado el fracaso del comunismo,
ese destino no parece probable. Si Indonesia estuviera por hervir, sus
ciudadanos difícilmente mirarían hacia Corea del Norte como un modelo;
los gobiernos en Madrid o Atenas no están citando a Lenin como la
respuesta a sus esfuerzos con el euro. El peligro real está
involuntariamente atrayendo a la Argentina del siglo XXI. Dormirse en
forma casual en un firme declive no sería difícil. El extremismo no es
un ingrediente necesario, al menos no tanto: instituciones débiles,
políticos de nacimiento, dependencia vaga en unos cuantos activos y una
persistente negativa a enfrentarse a la realidad serán suficientes.
Como en cualquier otro país, la historia de la
Argentina es única. Tuvo mala suerte. Su economía a base de la
exportación fue magullada por el proteccionismo de los años de
entreguerra. Se confió demasiado en Gran Bretaña como socio comercial.
Los Perón eran populistas inusualmente seductores. Como la mayor parte
de los países de América latina, la Argentina abrazó el Consenso de
Washington a favor del libre mercado y la privatización en los 1990s y
sujetó el valor del peso al del dólar. Pero la crisis de 2001 fue
particularmente salvaje y dejó a los argentinos permanentemente
desconfiados de la reforma liberal
La mala fortuna no es la única culpable, sin
embargo. En su economía, sus políticas y su reticencia a la reforma, el
declive de la Argentina ha sido largamente auto inflingido.
Las materias primas, la gran fuerza de la Argentina
en 1914, se transformó en una maldición. Hace un siglo, el país era un
temprano innovador tecnológico -la refrigeración de las exportaciones de
carne era la aplicación matadora de ese tiempo- pero nunca trató de
agregar valor a su comida (incluso hoy, su cocina se basa en tomar la
mejor carne del mundo y quemarla). Los Perón construyeron una economía
cerrada que protegía sus industrias ineficientes; los generales de Chile
se abrieron en los 1970s y avanzaron.
El proteccionismo de la Argentina ha indefinido al
Mercosur, el pacto de comercio local. El gobierno de la señora Fernández
no sólo grava impuestos sobre tarifas o bienes importados; también
cobra impuestos a las exportaciones del campo.
La Argentina no construyó las instituciones
necesarias para proteger a su joven democracia de sus Fuerzas Armadas,
así que el país fue propenso a golpes. A diferencia de Australia, otro
país rico en materias primas, la Argentina no desarrolló partidos
políticos fuertes decididos a construir y compartir riqueza. Sus
políticos fueron capturados por los Perón y enfocados en sus
personalidades e influencias. Su Corte Suprema ha sido repetidamente
corrompida.
La interferencia política ha destruido la
credibilidad de sus oficinas estadísticas. El "tejemaneje" es endémico:
el país está en el puesto 106 del ranking de corrupción de índices de
Transparencia Internacional. Construir instituciones es un trabajo
aburrido y lento. Los líderes de la Argentina prefieren la reparación
rápida propia de los líderes carismáticos, tarifas milagrosas y monedas
agarradas con pinzas, en lugar de, digamos, una reforma de todas las
escuelas del país.
No son las soluciones que prometieron.
El declive de la Argentina fue seductoramente
gradual. A pesar de sus espantosos períodos, como el de la década de
1970, no sufrió nada tan monumental como Mao o Stalin. A lo largo de su
declive, los cafés de Buenos Aires continuaron sirviendo expressos y
medialunas. Esto hace su enfermedad especialmente peligrosa.
El mundo rico no es inmune. California está en una
de sus fases estables, pero no está claro que haya dejado su adicción a
los arreglos rápidos a través de referendums, y su gobierno todavía pone
trabas a su sector privado.
En la zona sur de Europa, tanto gobierno como
negocios evitaron la realidad con desdén argentino. La demanda petulante
de Italia para que las agencias de calificación tengan en cuenta su
"riqueza cultural", en lugar de mirar tan de cerca sus dudosas finanzas
gubernamentales, sonó a la señora Fernández. La Unión Europea protege a
España o a Grecia de una escalada hacia la autarquía. ¿Pero qué pasaría
si la zona euro se quebrara?
El mayor peligro, sin embargo, yace en el mundo
emergente, donde el progreso ininterrumpido hacia la prosperidad está
empezando a ser visto como imparable. Demasiados países emergieron por
las exportaciones de materias primas, pero descuidando sus
instituciones.
Con una China menos hambrienta de materiales
crudos, sus debilidades podrían quedar expuestas como quedó la
Argentina. El populismo acecha a muchos países emergentes: las
constituciones están bajo presión. Demasiado dependiente del petróleo y
del gas, gobernada por cleptómanos equipados con un peligroso y alto
amor propio, Rusia llena muchos casilleros.
Pero incluso Brasil ha coqueteado con el
nacionalismo económico, mientras que, en Turquía, el autocrático Recep
Tayyip Erdogan está combinando Evita con Islam. En muchas partes del
Asia emergente, incluyendo a China e India, el capitalismo "compinche"
está a la orden del día.
La inequidad está alimentando la misma ira que produjeron los Perón.
La lección de la parábola de la Argentina es que
los buenos gobiernos importan. Tal vez fue aprendido. Pero lo más
probable es que dentro de 100 años el mundo vea otra Argentina -un país
del futuro que quedó atrapado en el pasado.
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