La cortesía, hoy poco frecuente, es un triunfo de la civilización sobre la barbarie.
La única plaga de la conducta humana aún peor que la sinceridad a ultranza es la espontaneidad sin afeites en el trato.
Nada bueno presagia que alguien nos amenace con un arrollador “si quieres que te sea sincero…”.
Pero
cuando se nos viene encima uno muy “natural”, que “no se anda con
zalamerías ni cortesías” ha llegado la hora de huir sin miedo al
ridículo, porque estamos en peligro inminente. Ambos dañinos hábitos,
sinceridad y ausencia de modales, suelen darse juntos en el
comportamiento de los niños. Como botón de muestra, aquel infante que
increpa a la hermana de su mamá: “¡Qué fea eres, tía Eduviges!” La madre
protesta: “¡Pero cómo te atreves a decirle semejante cosa!
¡Dile que lo sientes mucho!”. Y el pequeño pecador redondea:
“Siento mucho que seas tan fea, tía Eduviges”. Comportamientos
sinceros y espontáneos de la niñez: toda la buena educación es una brega
denodada y a veces incomprendida para intentar erradicarlos.
A
fin de cuentas la grosería, en sus rasgos orales o gestuales, no es ni
más ni menos que una forma de pereza. Y toda la civilización, de la cual
es la cortesía el estandarte que nunca debe ser arriado, consiste en
esforzarse y tomarse molestias.
¿Por qué? Muy sencillo: lo natural y espontáneo es que cada uno de nosotros se considere el centro del mundo, el ser más importante que pisa el planeta y ante cuyos apetitos deben inclinarse los cielos. Eso es lo que nos sale de dentro y nuestros primeros impulsos siempre van en esa dirección, aunque a veces debamos reprimirlos por el simple y abyecto temor a un bruto aún más despiadado que nosotros.
¿Por qué? Muy sencillo: lo natural y espontáneo es que cada uno de nosotros se considere el centro del mundo, el ser más importante que pisa el planeta y ante cuyos apetitos deben inclinarse los cielos. Eso es lo que nos sale de dentro y nuestros primeros impulsos siempre van en esa dirección, aunque a veces debamos reprimirlos por el simple y abyecto temor a un bruto aún más despiadado que nosotros.
Un rinoceronte, por poner el ejemplo de un carácter
no muy distinto del de usted o el mío, sólo cede el paso en el
abrevadero cuando llega un rinoceronte con cuernos aún mayores o un
elefante. Por doloroso que resulte admitirlo, los “usted primero,
señora mía” o “sírvase usted, que yo aguardo mi turno” no son usos
frecuentes entre paquidermos.
En cambio la cortesía consiste en
algo sumamente antinatural y artificioso: dar preferencia
voluntariamente al otro, o sea preferir su conveniencia y satisfacción a
la nuestra. Y ello no por temor a su venganza, sino por una especie de
orgullo en no ser tan animal como a uno le apetecería rabiosamente ser.
¿Hipocresía? Desde luego, pero bendita sea la hipocresía cuando no
consiste en fingir buenas intenciones para enmascarar malas acciones
sino en disciplinar nuestra íntima avidez de bestias para que la
convivencia tenga estética de concierto y no se malbarate en el furor de
una batalla campal … Fuera de los usos ceremoniales, en la vida
cotidiana, la cortesía y su ritual de buenas maneras no atraviesa hoy su
mejor momento, cosa que celebran ruidosamente algunos imbéciles que se
tienen por especialmente modernos. Pero no hay nada de moderno en la
grosería, que es tan antigua como la barbarie frente a la perpetua y
frágil novedad de las buenas maneras: y si no, que se lo pregunten a los
rinocerontes.
Copyright El País, 2014.
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