Eric Nepomuceno
Son días de tensión, convulsión pero también de perplejidad. Partidos aliados al gobierno y toda la oposición parecen atónitos. Un movimiento efectivamente espontáneo, nacido de pequeños grupos de estudiantes de clase media con el apoyo de partidos políticos de representación ínfima, desató, a partir de San Pablo, una ola de protestas que colmó las calles de decenas de ciudades.
Son días de tensión, convulsión pero también de perplejidad. Partidos aliados al gobierno y toda la oposición parecen atónitos. Un movimiento efectivamente espontáneo, nacido de pequeños grupos de estudiantes de clase media con el apoyo de partidos políticos de representación ínfima, desató, a partir de San Pablo, una ola de protestas que colmó las calles de decenas de ciudades.
Y logró, el pasado lunes, poner al menos a 250 mil brasileños
protestando contra todo y contra todos a lo largo y a lo ancho del país. Desde 1992, cuando centenares de miles de jóvenes se lanzaron a las
calles para exigir la salida del entonces presidente Fernando Collor de
Mello no se veía nada igual.
Hay, sin embargo, diferencias fundamentales con movilizaciones
multitudinarias anteriores. En 1984, millones de brasileños fueron a las
calles a exigir elecciones democráticas. En 1992, lo que se exigía era
que el Congreso suspendiera el mandato de un presidente comprobadamente
corrupto. En ambas ocasiones, partidos políticos, líderes y dirigentes,
además de movimientos sociales, se unieron para perseguir un objetivo
común. Había consignas claras y los actos masivos fueron organizados. O
sea, han sido movimientos orgánicos, con fuerte adhesión popular.
Ahora, no. Todo empezó con movilizaciones pequeñas, que no lograron
reunir a más de tres mil personas, protestando contra un aumento de
veinte centavos de real –menos de diez centavos de dólar– en los buses
de San Pablo. En poco más de diez días, el escenario se transformó.
Ahora son manifestaciones populares sin vislumbre alguno de conducción
orgánica. La represión llevada a cabo por la policía militar de San
Pablo primero, y de otras ciudades después, produjo una adhesión masiva a
los manifestantes. Hubo, es verdad, actos de vandalismo por parte de
una minoría de manifestantes. Pero la salvaje actuación de la policía
militar en San Pablo, de la semana pasada,
desató la reacción popular.
Quedó claro que nadie, ni convocantes ni autoridades, esperaba
semejante oleada. Un ejemplo claro: el pasado lunes, la policía militar
de Río de Janeiro previó que la manifestación anunciada no reuniría más
de tres mil personas y dispuso un esquema de seguridad para ese
contingente de gente. La protesta reunió a cien mil.
Son muchas las preguntas que flotan en el aire, de la misma forma que
son muchas las conclusiones a las que ya se puede llegar. Para empezar,
¿cómo es posible que un movimiento sin ninguna dirección clara y
concreta se expanda tanto en tan poco tiempo? ¿Cómo pueden convivir
índices elevados de satisfacción y aprobación del gobierno con semejante
demostración de insatisfacción? ¿Cómo es posible que nadie, ni en el
gobierno y menos en la oposición, haya detectado esa ira latente? En los
últimos años la inflación se mantuvo bajo control, el poder adquisitivo
del salario medio creció en términos reales, el desempleo sigue en
niveles mínimos. Alrededor de 50 millones de brasileños dejaron la zona
de pobreza e ingresaron en la llamada nueva clase media. ¿De dónde viene
tanto protestar?
Esas son las grandes preguntas. Y que los políticos, tanto del
gobierno como de la oposición, no saben contestar. Ahora quedó muy claro
que no se aguanta más la pésima calidad de la educación pública, la
caótica y perversa situación de la salud pública, el infernal sacrificio
humano que significa, para los trabajadores de los grandes centros
urbanos, enfrentar la cotidiana tortura del transporte público.
Queda claro, además, que el sistema político, tal como está, ya no
representa, efectivamente, a gruesos contingentes de la población. Las
alianzas políticas esdrújulas, diseñadas para asegurar la supuesta
gobernabilidad, no aseguran otra cosa que intereses mezquinos de
dirigencias partidarias que sólo tienen en común el acto de respirar.
Las señales de alerta máximo se disparan; los políticos están atónitos.
Las decenas de miles de manifestantes que copan las calles de las
ciudades exigen de todo, de la salud a la educación, del transporte al
combate a la corrupción, de la inflación a los gastos desmesurados para
realizar eventos deportivos como el Mundial de Fútbol o las Olimpíadas.
Hay una brecha, se sabe ahora, entre el paraíso de los números y el
infierno cotidiano de millones de brasileños.
Es muy revelador el resultado de una encuesta realizada en San Pablo, principal
polo financiero de América latina, en los primeros días de las grandes
protestas. Con todo su provincianismo metropolitano (que valga la
contradicción), con todo su conservadorismo mal disfrazado, con su
racismo latente y su sólido prejuicio social, con todo su orgullo de
clase media acostumbrada a despreciar a los que no se les parecen, 55
por ciento de los paulistas han apoyado las movilizaciones de protesta.
Algo raro –y peligroso–, pero muy estimulante ocurre en Brasil. El
gran peligro está en que no existe una conducción clara y organizada del
movimiento. Con eso, y aunque quisiesen, las autoridades, los poderes
constituidos, no tienen con quién dialogar o negociar en términos
efectivos y conclusivos. Y más: al no existir tal conducción, la
violencia de las minorías, para no mencionar a los eternos infiltrados,
escapa fácilmente de control, como ocurrió seguidamente esos días.
Entre muchos puntos raros, salta uno: la evidente contradicción entre
los niveles de aprobación del gobierno y de la misma presidenta Dilma
Rousseff y la dureza de las exigencias de los manifestantes. Otra rareza: por primera vez en Brasil, el uso de las redes sociales
demuestra su eficacia. Utilizando un habitual refrán del ex presidente
Lula da Silva, se puede asegurar que “nunca antes en este país” las
redes fueron tan eficaces.
Hay perplejidad, hay dirigentes atónitos, hay tensión. Con razón ayer
la presidenta Dilma Rousseff aprovechó una ceremonia rutinaria para
decir que su gobierno está atento la voz de la calle. Ojalá todavía haya tiempo para escuchar bien lo que dicen esas voces y
empezar a cambiar las cosas, más cosas de las que ya han cambiado.
Buen resumen, ya no tengo que leer tanto para entender algo de lo que está pasando, envidia de que aquí no haya algo similiar contra la corrupción, todavía son timidas no mas las cacerolas...Saludos Maguis! Sol
ResponderEliminar