Por Boaventura de Sousa Santos
Con la elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la conferencia de la ONU sobre medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Con la elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la conferencia de la ONU sobre medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
A ello hay que sumar el papel activo en el creciente protagonismo de
las “economías emergentes” (Brics: Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica), la nominación de José Graziano da Silva para director
general de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2012, y
la de Roberto Azevedo para director general de la Organización Mundial
de Comercio, en 2013, una política agresiva de explotación de los
recursos naturales, tanto en Brasil como en Africa, especialmente en
Mozambique, el impulso de la gran agroindustria, sobre todo para la
producción de soja, agrocombustibles y ganado.
Beneficiado por una buena imagen pública internacional, ganada por Lula da Silva y sus políticas de inclusión social, este
Brasil desarrollista se impuso al mundo como una potencia de nuevo tipo,
benévola e inclusiva. Por eso, no podía ser mayor la sorpresa
internacional ante las manifestaciones que en los últimos días llevaron a
las calles a cientos de miles de personas en las principales ciudades
del país. Mientras que frente a las recientes manifestaciones en Turquía
fue inmediata la lectura sobre las “dos Turquías”, en el caso de Brasil
fue más difícil reconocer la existencia de esas dos caras. Pero está a
la vista de todos. La dificultad para reconocerla reside en la propia
naturaleza del “otro Brasil”, un Brasil escurridizo a los análisis
simplistas. Ese Brasil está compuesto por tres narrativas y
temporalidades.
La primera es la narrativa de la exclusión social (es uno de los
países más desiguales del mundo), las oligarquías terratenientes, el
caciquismo violento, las elites políticas restringidas y racistas, una
narrativa que se remonta a la época colonial y que se ha reproducido en
formas siempre cambiantes hasta hoy. La segunda narrativa es la
reivindicación de la democracia participativa, que se remonta a los
últimos 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso constituyente
que condujo a la Constitución de 1988, los presupuestos participativos
en las políticas urbanas de cientos de municipios, la destitución del
presidente Collor de Mello en 1992, la creación de los consejos de
ciudadanos en las principales áreas de las políticas públicas,
especialmente en salud y educación, en los diferentes niveles de acción
estatal (municipal, estadual y federal). La tercera narrativa tiene
apenas diez años de edad y se relaciona con las vastas políticas de
inclusión social adoptadas por el presidente Lula desde 2003 y que
llevaron a una significativa reducción de la pobreza, la creación de una
clase media con profunda inclinación consumista, el reconocimiento de
la discriminación racial contra la población afrodescendiente e
indígena, y las políticas de acción afirmativa y de ampliación del
reconocimiento de los territorios de los quilombos (asentamientos
afrobrasileños) y de los indígenas.
Desde que asumió Rousseff se ha producido una desaceleración o
incluso un estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en
política no hay vacío, el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser
aprovechado por la primera y más antigua narrativa, que ganó vigor bajo
el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a toda costa y las nuevas (y
viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia participativa
fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes obras de
infraestructura y megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones
más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y comunitaria integradora,
deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo. Las
políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse
con las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores
condiciones. La calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los
eventos de prestigio internacional que absorbieron las inversiones que
debían mejorar el transporte, la educación y los servicios públicos en
general. El racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las
fuerzas policiales. Aumentaron los asesinatos de líderes indígenas y
campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al
desarrollo”, sólo porque luchan por sus tierras y sus modos de vivir
contra los agronegocios y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos
(como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar energía barata a
la industria extractiva).
La presidenta Dilma fue el termómetro de este cambio insidioso.
Asumió una actitud de abierta hostilidad hacia los movimientos sociales y
los pueblos indígenas, un cambio drástico en comparación con su
antecesor. Luchó contra la corrupción, pero dejó para los socios
políticos más conservadores la agenda que consideró menos importante.
Así fue como la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados,
históricamente comprometida con los derechos de las minorías, fue
entregada a un pastor evangélico homofóbico que promueve un proyecto
legislativo conocido como “la cura gay”.
Las manifestaciones revelan que, lejos de haber sido el país el que ha despertado
del adormecimiento, fue la presidenta quien despertó. Con los ojos
puestos en la experiencia internacional y también en las elecciones
presidenciales de 2014, la presidenta Dilma advirtió que las respuestas
represivas sólo agudizan los conflictos y aíslan a los gobiernos. En el
mismo sentido, los gobernantes de nueve ciudades capitales ya decidieron
bajar el precio del transporte. Es sólo un comienzo. Para ser
consistente, es necesario que las dos narrativas (la democracia
participativa y la inclusión social intercultural) retomen el dinamismo
que alguna vez tuvieron. Si así fuera, Brasil le estará demostrando al
mundo que sólo vale la pena pagar el precio del progreso profundizando
la democracia, redistribuyendo la riqueza generada y reconociendo las
diferencias culturales y políticas de aquellos para los que el progreso
sin dignidad es retroceso.
* Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra.
Bom texto.
ResponderEliminar