Javier Rodríguez Marcos
A España, dice el poeta, se entra por la puerta y no por la ventana,
cierto, y las cosas son como son, pero el mero hecho de saber que no
siempre fueron así lleva a pensar que un día podrían dejar de serlo.
Puede que uno de los pasajes más melancólicos de El mundo de ayer, las desoladoras “memorias de un europeo” escritas por Stefan Zweig,
sea el que habla de hace ahora cien años: "Antes de 1914 la Tierra era
de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo
que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la
sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que en 1914 viajé a la
India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había
visto uno”. Por si quedaban dudas, el escritor remata: “No existían
salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas
fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una
alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos,
no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma
despreocupación que el meridiano de Greenwich". Más que otro siglo
parece otro planeta, pero es difícil resistirse a la tentación de
preguntarse qué pensarán dentro de cien años de nuestras alambradas.
¿Parecerán la versión primitiva de futuras fronteras blindadas
definitivamente?, ¿ruinas para los turistas? ¿Producirán admiración?,
¿producirán vergüenza, como el muro de Berlín que cayó hace 25 años?
¿Visitarán la valla de Melilla cómo nosotros visitamos la gran muralla
china, sin comprender del todo?
"Me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez
que les cuento que en 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y
que en realidad jamás en mi vida había visto uno", escribió Zweig
Mientras la Historia prepara su respuesta orientémonos por la
literatura. No es casual que uno de los mejores patólogos literarios del
siglo XX, Kafka, titulase una de sus fábulas “La construcción de la
muralla china”. En el relato kafkiano, esta tiene como objetivo añadido
servir como cimientos a una quimera todavía mayor: la nueva torre de
Babel. Como incluso el absurdo sabe tener sus cauces, el muro se iba
construyendo en tramos discontinuos de mil metros: se trataba de evitar a
los obreros la frustración de un trabajo interminable. No sabemos si a
Kafka se le estudia en las escuelas de negocios –sección: recursos
humanos; en castellano antiguo: personal-, pero sabemos las preguntas
que se plantea su narrador, empleado en la obra: además de no proteger
nada, ¿no necesita una muralla así protección ella misma?; cuando se
termina una fase, ¿no hay que empezar a restaurar las anteriores?; a
medida que se alejan de la capital, ¿cómo saber que no llegan ya
anticuadas las órdenes de Pekín? Todo son dudas pero no para todos.
Cuando peor es la formación de los constructores, mayor es su adhesión
al que manda.
No sorprende que Borges, vehemente valedor de ese relato, destacase
en su autor la obsesión por el infinito y por las jerarquías. Tampoco
sorprende que el propio Kafka, alérgico a la megalomanía de las grandes
palabras, llegase a la conclusión de que “el camino verdadero pasa por
una cuerda que no está tendida en lo alto sino muy cerca del suelo.
Parece hecha más para tropezar que para andar por ella”. Lo escribió en
uno de sus aforismos de la primavera de 1918, con la Gran Guerra
cobrándose las penúltimas víctimas. Cuatro años antes, en una célebre
anotación del 2 de agosto de 1914, él mismo consignó en su diario:
“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de
Natación”. Eso se llama serenidad de espíritu.
Franz Kafka nació en 1883 y pocos años antes Argentina había visto
brotar en la pampa una particular versión de la muralla china: la zanja
de Alsina. Todavía se ven carteles que recuerdan la cicatriz que dejó en
la llanura aquel proyecto desarrollado por el ingeniero francés Alfred
Ebelot para el político al que debe su nombre, Adolfo Alsina. Se trataba
de contener las incursiones indias para robar ganado a los colonos
blancos, que, dicho sea de paso, habían ocupado previamente las tierras
de los indios. Escritores como Sergio Bizzio, Ricardo Piglia o Juan José Saer
han dedicado grandes páginas al espíritu de una quimera que este último
no duda en relacionar con, ya lo han adivinado, Kafka. ¿Y qué es la
zanja de Alsina? El negativo de la muralla china, un foso de 400
kilómetros con una anchura de 2,60 metros y una profundidad de 1,75 en
el que, además, la tierra extraída formaba un parapeto coronado por
plantas espinosas.
Un general argentino se pronunció en contra del
psicoanálisis, la teoría de la relatividad, las matemáticas modernas y
el arte abstracto
Hasta aquí, resumiendo, la teoría. La práctica fue un completo
aquelarre de burocracia, mercadeo con los suministros destinados a los
zapadores y, para rematar, la respuesta de la naturaleza humana: si
muchos soldados, hartos de la intemperie, terminaban buscando el amparo
de los indios, estos rodeaban las zonas todavía no excavadas y atacaban
por el norte a los destacamentos militares, obsesionados con vigilar el
sur. A todo ello se le sumó la lluvia derrumbando parte de lo
consolidado y que los propios indios, previendo la trinchera que debían
sortear, terminaban robando ganado de sobra para llenar la zanja y pasar
por encima de las reses sacrificadas. A la muerte de Alsina, Ebelot se
quedó solo defendiendo ante el gobierno de Buenos Aires la culminación
de su querido proyecto. En 1879, el prosaico general Roca cambió de
táctica –defensa por ataque- y exterminó a los indios.
Saer recoge el episodio en un maravilloso libro de 1991 nunca, paradójicamente, publicado en España: El río sin orillas,
una historia de Argentina –“tratado imaginario” lo llama él- contada
remontando el Río de la Plata desde su desembocadura, justo al revés de
lo que hizo Claudio Magris en El Danubio, que parece
haberle servido de modelo y al que no tiene nada que envidiar. En su
viaje, Saer conjuga magistralmente la geografía y la historia, sus
enormidades y sus pequeñeces, sus lecciones de racionalismo y sus
imprevisibles arrebatos irracionalistas, como el que dio lugar a la
zanja de Alsina o como el de aquel general que, mucho tiempo más tarde,
se pronunció en contra del psicoanálisis, la teoría de la relatividad,
las matemáticas modernas y el arte abstracto. No es raro que la
dictadura militar argentina llamara a lo suyo el Proceso. Los kafkianos
no conocen fronteras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario