sábado, 26 de julio de 2014

Kafkianos sin fronteras

Javier Rodríguez Marcos

A España, dice el poeta, se entra por la puerta y no por la ventana, cierto, y las cosas son como son, pero el mero hecho de saber que no siempre fueron así lleva a pensar que un día podrían dejar de serlo. Puede que uno de los pasajes más melancólicos de El mundo de ayer, las desoladoras “memorias de un europeo” escritas por Stefan Zweig, sea el que habla de hace ahora cien años: "Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que en 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno”. Por si quedaban dudas, el escritor remata: “No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich". Más que otro siglo parece otro planeta, pero es difícil resistirse a la tentación de preguntarse qué pensarán dentro de cien años de nuestras alambradas. ¿Parecerán la versión primitiva de futuras fronteras blindadas definitivamente?, ¿ruinas para los turistas? ¿Producirán admiración?, ¿producirán vergüenza, como el muro de Berlín que cayó hace 25 años? ¿Visitarán la valla de Melilla cómo nosotros visitamos la gran muralla china, sin comprender del todo?

   "Me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que en 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno", escribió Zweig

Mientras la Historia prepara su respuesta orientémonos por la literatura. No es casual que uno de los mejores patólogos literarios del siglo XX, Kafka, titulase una de sus fábulas “La construcción de la muralla china”. En el relato kafkiano, esta tiene como objetivo añadido servir como cimientos a una quimera todavía mayor: la nueva torre de Babel. Como incluso el absurdo sabe tener sus cauces, el muro se iba construyendo en tramos discontinuos de mil metros: se trataba de evitar a los obreros la frustración de un trabajo interminable. No sabemos si a Kafka se le estudia en las escuelas de negocios –sección: recursos humanos; en castellano antiguo: personal-, pero sabemos las preguntas que se plantea su narrador, empleado en la obra: además de no proteger nada, ¿no necesita una muralla así protección ella misma?; cuando se termina una fase, ¿no hay que empezar a restaurar las anteriores?; a medida que se alejan de la capital, ¿cómo saber que no llegan ya anticuadas las órdenes de Pekín? Todo son dudas pero no para todos. Cuando peor es la formación de los constructores, mayor es su adhesión al que manda.

No sorprende que Borges, vehemente valedor de ese relato, destacase en su autor la obsesión por el infinito y por las jerarquías. Tampoco sorprende que el propio Kafka, alérgico a la megalomanía de las grandes palabras, llegase a la conclusión de que “el camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida en lo alto sino muy cerca del suelo. Parece hecha más para tropezar que para andar por ella”. Lo escribió en uno de sus aforismos de la primavera de 1918, con la Gran Guerra cobrándose las penúltimas víctimas. Cuatro años antes, en una célebre anotación del 2 de agosto de 1914, él mismo consignó en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación”. Eso se llama serenidad de espíritu.

Franz Kafka nació en 1883 y pocos años antes Argentina había visto brotar en la pampa una particular versión de la muralla china: la zanja de Alsina. Todavía se ven carteles que recuerdan la cicatriz que dejó en la llanura aquel proyecto desarrollado por el ingeniero francés Alfred Ebelot para el político al que debe su nombre, Adolfo Alsina. Se trataba de contener las incursiones indias para robar ganado a los colonos blancos, que, dicho sea de paso, habían ocupado previamente las tierras de los indios. Escritores como Sergio Bizzio, Ricardo Piglia o Juan José Saer han dedicado grandes páginas al espíritu de una quimera que este último no duda en relacionar con, ya lo han adivinado, Kafka. ¿Y qué es la zanja de Alsina? El negativo de la muralla china, un foso de 400 kilómetros con una anchura de 2,60 metros y una profundidad de 1,75 en el que, además, la tierra extraída formaba un parapeto coronado por plantas espinosas.


Un general argentino se pronunció en contra del psicoanálisis, la teoría de la relatividad, las matemáticas modernas y el arte abstracto

Hasta aquí, resumiendo, la teoría. La práctica fue un completo aquelarre de burocracia, mercadeo con los suministros destinados a los zapadores y, para rematar, la respuesta de la naturaleza humana: si muchos soldados, hartos de la intemperie, terminaban buscando el amparo de los indios, estos rodeaban las zonas todavía no excavadas y atacaban por el norte a los destacamentos militares, obsesionados con vigilar el sur. A todo ello se le sumó la lluvia derrumbando parte de lo consolidado y que los propios indios, previendo la trinchera que debían sortear, terminaban robando ganado de sobra para llenar la zanja y pasar por encima de las reses sacrificadas. A la muerte de Alsina, Ebelot se quedó solo defendiendo ante el gobierno de Buenos Aires la culminación de su querido proyecto. En 1879, el prosaico general Roca cambió de táctica –defensa por ataque- y exterminó a los indios.

Saer recoge el episodio en un maravilloso libro de 1991 nunca, paradójicamente, publicado en España: El río sin orillas, una historia de Argentina –“tratado imaginario” lo llama él- contada remontando el Río de la Plata desde su desembocadura, justo al revés de lo que hizo Claudio Magris en El Danubio, que parece haberle servido de modelo y al que no tiene nada que envidiar. En su viaje, Saer conjuga magistralmente la geografía y la historia, sus enormidades y sus pequeñeces, sus lecciones de racionalismo y sus imprevisibles arrebatos irracionalistas, como el que dio lugar a la zanja de Alsina o como el de aquel general que, mucho tiempo más tarde, se pronunció en contra del psicoanálisis, la teoría de la relatividad, las matemáticas modernas y el arte abstracto. No es raro que la dictadura militar argentina llamara a lo suyo el Proceso. Los kafkianos no conocen fronteras.

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