Por Juan Villoro
De acuerdo con el axioma de Andy Warhol, en el futuro todo mundo
será célebre durante 15 minutos. Esta utopía de la dicha tiene sentido
en una sociedad del espectáculo. La cultura política mexicana prestigia
la felicidad del modo opuesto: lo importante no es lo que se ve, sino lo
que se oculta. Un destino logrado no desemboca en la celebridad; se
cumple en secreto. La utopía mexicana ha consistido en disponer de 15
minutos de impunidad. Durante 71 años (1929-2000), el PRI gobernó sin
perder ni ganar elecciones democráticas. Se perpetuó a través de una
rotación de camarillas que confundían lo público y lo privado, y
renovaban esperanzas similares a las de los concursos de feria: “Si
ahora no te fue bien, el próximo gobierno de la Revolución te hará
justicia”.
Ajeno a la transparencia y la rendición de cuentas, el
modo mexicano de gobernar transformó el lenguaje con una gramática de
sombra. La política se rebautizó como la “tenebra” y los arreglos
importantes se hicieron en lo “oscurito”. La llegada de la luz resultaba
peligrosa; el conspirador debía actuar al cobijo de la nocturnidad y
“madrugar” a su adversario. En su novela La sombra del caudillo
(impecable retrato de los generales revolucionarios convertidos en
políticos en los años veinte), escribió Martín Luis Guzmán: “El que
primero dispara, primero mata. Pues bien, la política de México,
política de pistola, sólo conjuga un verbo: madrugar”. Oficio de
tinieblas, el ejercicio del poder dependió durante casi un siglo del
valor político de lo inescrutable.
Terminado el monopolio del
PRI, los códigos de la impunidad se disolvieron sin ser sustituidos por
otros. ¡Bienvenidos a la década del caos! A ocho años de la alternancia
democrática, México es un país de sangre y plomo. El predominio de la
violencia ha disuelto formas de relación y protocolos asentados desde
hacía mucho tiempo. Los medios ampliaron su margen de libertad, pero
trabajan en un entorno donde decir la verdad es progresivamente
peligroso. De acuerdo con Reporteros sin Fronteras, México ha superado a
Irak en número de secuestros y asesinatos de periodistas. En este nuevo
escenario, los sucesos se confunden con simulacros. Un ambiente de
naufragio donde la ausencia de principios se disfraza de pragmatismo o
medida de emergencia. Los trueques son los de una mascarada: el clero
apoya al PAN en Jalisco y recibe a cambio una limosna inmoderada; el
sindicato de trabajadores de la educación (el más grande de América
Latina) ofrece más de un millón de votos a Felipe Calderón y obtiene
puestos en áreas de gobierno tan decisivas como la seguridad nacional;
los monopolios hacen una guerra sucia en los medios durante la campaña
presidencial de 2006, presentando al candidato de la izquierda como “un
peligro para México”, y reciben un trato que elimina la competencia. Al
modo de los Cuatro Fantásticos, los Poderes Fácticos gobiernan en la
sombra. La impunidad no desapareció cuando el PRI perdió la presidencia;
se dispersó en medio del desconcierto. Esto ha traído una extraña
nostalgia del autoritarismo del Partido Oficial, que “al menos sabía
robar”.
En la hermética tradición de la política mexicana, los
protagonistas salían de escena y morían sin hacer revelaciones ni dejar
diarios comprometedores. Nada tenía mayor peso que el secreto ni mayor
jerarquía que los gestos. La misión del periodista consistía en
descifrar signos esotéricos. Cada ademán era estudiado como un lance
taurino o una pose de teatro kabuki: si el presidente estaba de buen
humor, pedía huevos rancheros en su desayuno del lunes; si llegaba a los
frijoles refritos sin dirigirle la palabra a su secretario de
Gobernación, el cambio de gabinete era inminente. La gastronomía
política sigue hoy un curso muy distinto. Estamos ante un bufet donde
todos se arrebatan los platos, gritan a la vez y se llevan las sobras en
un tupper-ware.
La crisis de gobernabilidad tiene como correlato
una crisis de los mensajes. El Ejecutivo es ya incapaz de determinar la
agenda de la información. Si durante siete décadas declarar fue más
importante que gobernar (el bienestar como promesa que no admitía
refutación), ahora el presidente aparece en las noticias durante unos
segundos entre dos asesinatos, un parpadeo oficial en medio de la
metralla. En este contexto, el crimen organizado ofrece la nueva
simbología dominante. El narcotráfico suele golpear dos veces: en el
mundo de los hechos y en las noticias donde rara vez encuentra un
discurso oponente. La televisión acrecienta el horror al difundir en
close-up y cámara lenta crímenes con diseño “de autor”. Es posible
distinguir las “firmas” de los cárteles: unos decapitan, otros cortan la
lengua, otros dejan a los muertos en el maletero del automóvil, otros
los envuelven en mantas. A veces, los criminales graban sus ejecuciones y
envían videos a los medios o los suben a YouTube después de someterlos a
una cuidadosa posproducción. La mediósfera es el duty-free del narco,
la zona donde el ultraje cometido en la realidad se convierte en un
“infomertial” del terror.
Los cárteles aplican la legislación de
la sangre descrita por Kafka en “La colonia penitenciaria”. La víctima
ignora su sentencia: “Sería absurdo hacérsela saber puesto que va a
aprenderla sobre su cuerpo”. El narco se apoya en el discurso de la
crueldad ( cruor : “sangre que corre”) donde las heridas trazan una
condena para la víctima y una amenaza para los testigos. El jus sangui
del narco depende de una inversión kafkiana de los episodios legales; la
sentencia no es el fin sino el comienzo de un proceso; el anuncio de
que otros podrán ser llamados a “juicio”. “Si no haces correr la sangre,
la ley no es descifrable”, escribe Lyotard a propósito de “La colonia
penitenciaria”. Tal es el lema implícito del crimen organizado. Su
discurso es perfectamente descifrable. En cambio, la otra ley, la
“nuestra”, se ha difuminado.
La narcocultura amplió su radio de
influencia a través de los narcocorridos, muchas veces pagados por los
propios protagonistas. En la confusión ambiente, los trovadores
vinculados al crimen gozan del dudoso prestigio de lo ilegal que reclama
un carisma a contrapelo y se somete a la “moral del pueblo”. Aunque
suene curioso o divertido o folclórico cantar las peripecias de quienes
llevan “hierba mala” al otro lado, los narcocorridos pertenecen a un
sector que mueve el 10% de la economía (lo mismo que el petróleo) y
causa decenas de asesinatos al día. Tomados como documentos del hampa,
son reveladores. Lo extraño es que han ganado espacio en las estaciones
que transmiten música popular y aun en las antologías de literatura. En
nombre de un incierto multiculturalismo, hace un par de años un grupo de
escritores protestó porque dos narcocorridos fueron suprimidos de un
libro de texto. En su queja pasaron por alto que esas letras no se
estudiaban en una clase sobre problemas de México, sino sobre
literatura, sustituyendo a Amado Nervo o Ramón López Velarde. El narco
ha contado con la anuencia de las estaciones de radio a las que amenaza o
subvenciona (términos rigurosamente intercambiables) y con la empatía
antropológica de quienes sobreinterpretan el delito como una forma de la
tradición.
De acuerdo con J. G. Ballard, “El ‘hecho’ capital del
siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada. Este
predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una
moratoria del pasado (el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté
muerto) y las ilimitadas posibilidades accesibles en el presente”. La
técnica permite una gratificación instantánea de los deseos y altera las
costumbres. Las redes del consumo y los inventos progresivamente
baratos hicieron que el siglo XX desembocara en la impulsividad
recreativa, donde la satisfacción es tan inmediata que resulta irónico
que los Rolling Stones canten “I can get no satisfaction”.
La
descarada tendencia de la época a la satisfacción exprés se ha aliado en
México con la impunidad. El mundo narco, la supremacía del presente se
cumple a través de un ménage à trois del dinero rápido, la alta
tecnología delictiva y el dominio del secreto. El pasado y el futuro,
los valores de la tradición y las esperanzas planeadas, carecen de
sentido en ese territorio. Sólo existe el aquí y el ahora: la ocasión
propicia, el emporio del capricho donde puedes tener cinco esposas,
comprar a un sicario por mil dólares y a un juez por el doble, vivir al
margen del gusto y de la norma, entre el colorido horror de las camisas
de Versace, jirafas de oro macizo, un reloj que da la hora por 300 mil
dólares, botas de avestruz azul turquesa. La gratificación de lo
ilimitado a la que aspiran los nuevos modos de comportamiento adquiere
en el relato del crimen el amparo de lo oscuro: 15 minutos de impunidad
para cualquiera.
Como han documentado Luis Astorga y Renato
González Valdés, el narcotráfico era hace cincuenta años un tema
regional ubicable en el noroeste de México. Hoy en día involucra los
flujos del dinero planetario. La reacción psicológica ante una amenaza
que crece y riega dinero ha sido darle la espalda, relegarla al espacio
sin luz donde sólo existe el presente. El narcotráfico ha ganado
batallas culturales e informativas en una sociedad que se ha protegido
del problema con el recurso de la negación: “los sicarios se matan entre
sí”. Más que una rutina aceptada o una indiferente banalización del
mal, las noticias han producido un efecto de distanciamiento. Siempre se
trata de desconocidos, gente lejana o rara, que sabrá por qué la
degüellan. Cada mañana los periódicos publican un rojo marcador: los 12
decapitados de ayer en Yucatán son relevados por los 24 ejecutados de
hoy en el parque nacional de La Marquesa. Sin embargo, el instinto de
supervivencia ha llevado a aislar mentalmente las zonas de violencia.
Mientras los que se aniquilen sean “ellos”, estaremos a salvo.
El
narco ha sido durante demasiado tiempo el “expediente equis”, la
realidad paralela, la dimensión desconocida, el hoyo negro. Julio
Scherer García, decano del periodismo independiente en México, acaba de
publicar un libro revelador: La reina del Pacífico.
Durante meses, Scherer visitó a Sandra Avila en el penal donde se
encuentra desde el 28 de septiembre de 2007. Presentada ante los medios
como si fuese “La Reina del Sur”, el personaje de Arturo Pérez Reverte,
Avila tiene todo lo necesario para cautivar al ojo público. Es una mujer
hermosa, fuerte, desafiante, capturada por un mandatario débil, que se
fracturó al caer de una bicicleta (un accidente de kindergarten),
disminuido por los uniformes que le gusta lucir (en su cuerpo, todos
parecen talla XL). La Reina llegó como una presa irresistible para un
presidente de pie pequeño. Su exhibición forma parte de una estrategia
de propaganda que no logra mitigar los duros impactos del narcotráfico.
A
sus 44 años, Avila no ha conocido otra vida que el narcotráfico. Habla
de ese medio como Sofía Coppola podría hablar del cine. Ha frecuentado a
todos los capos de interés, fue secuestrada por un novio delincuente,
contrajo dos matrimonios con narcos (uno de ellos era un comandante
corrompido), padeció el secuestro de su hijo adolescente, ha visto morir
gente a sus pies, ha tenido todas las fiestas, todas las alhajas, todos
los coches, todas las mansiones que sólo se habitan por un par de
semanas, todo exceso adquirible en riguroso efectivo. Durante 44 años
vivió en una región aparte, como los participantes del proyecto Biósfera
2000.
Javier Marías comentó que Los Soprano depende
de mostrar la vida privada de los gángsters y permitir un acceso
insólito –un pase hacia dentro sin riesgo de muerte– a la zona donde los
mafiosos son como nosotros y tienen problemas con la escuela de sus
hijos. Desde su propia perspectiva, el narco depende de eliminar el
afuera y asimilar todo a su vida privada: comprar el fraccionamiento
entero, el country, el estadio de fútbol, la delegación de policía, la
burbuja que puede habitar Sandra Avila. En este Second Life de la vida
real no hay que fingir ni que ocultarse porque los espectadores ya han
sido comprados.
La Reina del Pacífico no parece la estratega del
mal que le urge al presidente, sino algo más común y terrible: la
consorte del ultraje. Ha vivido una vida plena y completa sin pasar un
momento por la legalidad. Lo más asombroso no es su jerarquía en el
delito, sino que haya cumplido con “normalidad” todos los protocolos de
la subcultura en que nació (su única queja es no haber sido hombre para
tener mayor protagonismo). De niña a viuda, ha tenido una trayectoria
que se lee como un camino de superación personal que hace años era
exclusivo de Sinaloa, sede del cártel del Pacífico, y ahora pertenece al
país entero, una lógica donde ningún derroche es desperdiciable. Si
alguien considera que un artificio llamado Rolex Oyster Perpetual Date
tiene suficientes nombres para satisfacer a la Reina, se equivoca.
Sandra Avila tenía 179 joyas de ese tipo. Estos excesos de caja fuerte
se complementan con el dispendio de armamento. Después de un crimen, los
sicarios abandonan 15 ó 17 ametralladoras AK-47, muestra de que su
arsenal no tiene fondo.
La teatralidad del narco depende de las
balas y la tortura, pero también del desperdicio de armamento y del
disfraz, que permite ser miembro transitorio de cualquier cuerpo
policíaco. Los cárteles se han infiltrado de tal modo en el poder
judicial que no sorprende que cuenten con todo tipo de uniformes
reglamentarios. Lo raro es que la policía, cómplice del delito, lleve
uniforme.
Ajeno a la noción de frontera, el narcotráfico pasa con
fluidez de la vida privada a las regiones, cada vez más remotas, de la
vida civil que aún no ha comprado. En su inserción en el dominio
público, el capo no requiere de más pasaporte que un apodo; puede asumir
un sobrenombre de teodicea (el Señor de los Cielos), ranchería (Don
Neto) o dibujos animados (el Azul). Los más temibles son los que
insinúan una coquetería femenina que los hechos refutan con fiereza: la
Barbie, el Ceja Güera. Como los superhéroes, los narcos carecen de
currículum; sólo tienen leyenda. Desconocemos a sus pares en los EE.UU.
En México son ubicuos e intangibles. Lo mismo da que se encuentren en un
presidio de máxima seguridad o en una mansión con jacuzzi, pues no
dejan de operar. La negación de la violencia ha dado paso a un temor muy
informado. Para certificar que los capos son los “otros”, seres casi
extraterrestres, memorizamos sus exóticos alias e inventariamos sus
dietas de corazón de jaguar con pólvora y cocaína. Sin embargo, el rango
de operación del narco creció en tal forma que cada vez cuesta más
concebirlo como una remota extravagancia nacional.
Los Soprano es ya el reality show que ofrecen los vecinos.
El
paisaje ha cambiado con las inversiones del dinero ilícito. Cualquier
ciudad mexicana dispone de suficientes locaciones para filmar la muerte
de un capo o de un comandante. Ahí está el restaurante ideal, un château
de plástico y neón donde meseras en minifalda sirven costillas de
brontosaurio, junto a una concesionaria de Mercedes Benz y un hotel que
semeja una mezquita con cúpulas de plexiglas. En ciudades como Torreón o
Mérida, que tenían fama de tranquilas porque se presumía que los narcos
tenían ahí su residencia y no las usaban para “trabajar”, también hubo
ajusticiamientos. En la nueva atmósfera del miedo, diez mil empresas
ofrecen servicios de seguridad y tres mil personas se han injertado un
chip bajo la piel para ser detectados por radar en caso de secuestro. La
estrategia defensiva de no mirar o de asumir que los atracos ocurren
lejos, en un parque temático del ajuste de cuentas para el que por
suerte no tenemos entradas, se ha venido abajo. El 15 de septiembre, día
de la fiesta de Independencia, dos granadas fueron lanzadas contra una
multitud en la plaza de Morelia. El atentado coincidió con otro,
virtual: los habitantes de Villahermosa recibieron correos electrónicos
que los señalaban como candidatos al secuestro.
El presidente
Calderón pasó por elecciones muy impugnadas que dividieron al país. Para
realzar su fuerza, ordenó que el ejército patrullara el país. Este
anuncio de que la confrontación era posible, provocó que los cárteles
combatieran entre sí y ejecutaran policías. Mientras los cadáveres
aparecían en carreteras y cañadas, no se investigaron redes de
financiamiento ni se detuvo a cómplices del crimen en el gobierno. El
último alto funcionario arrestado por tratos con las mafias fue Mario
Villanueva, gobernador de Quintana Roo, investigado en tiempos de
Ernesto Zedillo. Hemos llegado a una nueva gramática del espanto:
enfrentamos una guerra difusa, deslocalizada, sin nociones de “frente” y
“retaguardia”, donde ni siquiera podemos definir los bandos. Resulta
imposible determinar quién pertenece a la policía y quién es un
infiltrado. El trato con el crimen ha derivado en un decisivo
desplazamiento simbólico. Si durante décadas nos protegimos de la
violencia pensándola como algo ajeno, ahora su influjo es cada vez más
próximo.
Desde el arte, la instaladora Rosa María Robles anticipó
esta resignificación del miedo. Su exposición Navajas, exhibida en
Culiacán en 2007, incluyó la pieza “Alfombra roja”, que no se refería a
la pasarela donde los ricos y famosos desfilan rumbo a la utopía de Andy
Warhol, sino a las mantas de los “encobijados”, teñidas con sangre de
las víctimas, la “colonia penitenciaria” que entre enero y octubre de
2008 cobró cerca de tres mil víctimas. El momento irrepetible del crimen
y las posibilidades ilimitadas del narcotráfico adquieren en esta pieza
otro sentido. La sangre pasa al tiempo lineal, al suelo común donde la
vida es tocada por el crimen. Robles logró hacerse de ocho mantas en una
bodega de la policía. Con ellas creó su “Alfombra roja”. Llevadas a una
galería, se convirtieron en un dramático ready-made. Duchamp pactaba
con James Ellroy: el “objeto hallado” como prueba del delito. Robles
puso en escena la impunidad por partida doble: mostró un crimen no
resuelto y comprobó lo fácil que es penetrar en el sistema judicial y
apropiarse de objetos que deberían estar vigilados.
Navajas dio
lugar a una polémica sobre la pertinencia de reciclar objetos
periciales. Sin embargo, el verdadero impacto de la obra fue otro: en la
galería, las mantas brindaban una prueba muy superior a la que
brindaron en la morgue. Después de algunas discusiones, “Alfombra roja”
fue retirada. Entonces Rosa María Robles tiñó una cobija con su propia
sangre. El gesto define con acucioso dramatismo la hora mexicana. Todos
tenemos méritos para pisar esa alfombra. De manera simultánea, el terror
se ha vuelto más difuso y más próximo. Antes podíamos pensar que la
sangre derramada era de “ellos”. Ahora es nuestra.
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