Gonzalo Garces
Acabo de pasar unas horas mirando Girls. Me
gustaría documentar el efecto que me causó. No es aburrimiento: la serie
de Lena Dunham es ingeniosa, observa cosas justas sobre las chicas
neuróticas de clase alta. Lo que siento es abatimiento y hostilidad.
Algo parecido me ha pasado leyendo a Maitena. Y después de reírme con el
stand-up de Malena Pichot. Esas mujeres talentosas que se ríen de sus
propias miserias y las nuestras merecen en principio, de parte de
nosotros, varones modernos, sólo admiración. ¿No nos gustaba que Woody
Allen, Seth McFarlane, Adrián Suar hicieran lo mismo con los hombres? Y
sin embargo no podemos negarlo: algo también nos resulta irrespirable en
esas voces femeninas.Primera hipótesis: ciertos monólogos de la vagina nos agreden porque nos desnudan. Despojados de poder fálico, los chaboncitos de Pichot y los langas de Maitena nos muestran como no queremos vernos: ridículos, predecibles, descartables. El contestador automático del feminismo dirá: eso es lo que el humor popular masculino ha hecho siempre con las mujeres. ¿Cómo se supone que debía sentirse una mujer ante las bromas misóginas de Shakespeare, no digamos ante un sketch de Porcel? ¿Enaltecida? Pero después de todo la cultura popular muestra siempre lo más descarnado de las relaciones entre los sexos.





