Por Robert Fisk *
El
crisol egipcio se rompió. La “unidad” de Egipto –ese pegamento
abarcativo, patriótico y esencial que ha unido a la nación desde el
derrocamiento de la monarquía en 1952 y el gobierno de Nasser– se
derritió en medio de masacres, batallas y represión contra la Hermandad
Musulmana. Una centena de muertos –200, 300 “mártires”– no le hacen
diferencia al resultado: para millones de egipcios, el sendero de la
democracia se desvió en medio del fuego y la brutalidad. ¿Qué musulmán
que busque un Estado basado en su religión confiará otra vez en las
urnas?
Esta es la verdadera historia del baño de sangre de hoy. ¿Quién
puede sorprenderse de que algunos partidarios de los Hermanos Musulmanes
estuvieran blandiendo Kalashnikov en las calles de El Cairo? O de que
los partidarios del ejército en su “gobierno interino”, en las áreas de
clase media de la capital, tomaron sus armas o produjeron las propias y
comenzaron a disparar. Esto no es Hermandad versus ejército, aunque esa
es la forma en que nuestros estadistas occidentales van a tratar de
retratar esta tragedia. La violencia de hoy creó una cruel división
dentro de la sociedad egipcia que llevará años curar; entre los
izquierdistas y los seculares y los coptos cristianos y los musulmanes
sunitas, entre la gente y la policía, entre la Hermandad y el ejército.
Por eso, Mohamed Al Baradei renunció anoche. La quema de las iglesias
fue un corolario inevitable de un terrible asunto.
En Argelia en 1992, en El Cairo en 2013 –y ¿quién sabe qué sucederá
en Túnez en la próximas semanas y meses?– los musulmanes ganaron el
poder con justicia y democráticamente a través del voto común y fueron
arrojados del poder. ¿Y quién puede olvidar nuestro vicioso asedio de
Gaza cuando los palestinos votaron, nuevamente democráticamente, por
Hamas? No importa cuántos errores hayan cometido los Hermanos Musulmanes
en Egipto, no importa cuán promiscuo o necio haya sido su gobierno, el
presidente Mohamed Mursi, democráticamente electo, fue derrocado por el
ejército. Fue un golpe y John McCain estuvo en lo correcto al usar esa
palabra.
La Hermandad, por supuesto, hace tiempo que debía haber frenado su
amor propio y tratar de quedarse dentro del cascarón de la
seudodemocracia que el ejército permitía en Egipto, no porque fuera
justo o aceptable, sino porque estaba cantado que la alternativa sería
un regreso a la clandestinidad, a los arrestos a medianoche, la tortura y
el martirio. Este ha sido el rol de la Hermandad, con períodos de
vergonzosa colaboración con los ocupantes británicos y los dictadores
militares egipcios, y un regreso a la oscuridad sugiere dos resultados:
que la Hermandad será extinguida con violencia o tendrá éxito en un
futuro lejano –que Dios lo salve a Egipto de tal destino– en crear una
autocracia islamista.
Los analistas hicieron su trabajo sucio antes de que el primer
cadáver llegara a su tumba. ¿Puede Egipto evitar una guerra civil? ¿Será
la Hermandad “terrorista” borrada por el ejército leal? ¿Y qué pasa con
aquellos que manifestaron antes del derrocamiento de Mursi? Tony Blair
fue sólo uno de aquellos que hablaron del “caos” inminente al otorgarle
su apoyo al general Abdul-Fattah Al Sisi. Cada incidente violento en el
Sinaí, cada arma en las manos de la Hermandad Musulmana será usada ahora
para persuadir al mundo de que la organización, lejos de ser un
movimiento islamista pobremente armado pero bien organizado, era el
brazo derecho de Al Qaida.
La historia puede tener una visión distinta. Ciertamente será
difícil explicar cómo muchos miles –sí, quizá millones– de egipcios
educados y progresistas seguían dándole su total apoyo al general que
pasó mucho tiempo después del derrocamiento de Mubarak justificando las
pruebas de virginidad de las manifestantes femeninas en la Plaza Tahrir.
Al Sisi estará bajo gran escrutinio en los próximos días: siempre había
tenido la reputación de tenerle simpatía a la Hermandad, aunque esta
idea puede haber sido provocada porque su mujer usa el niqab. Y muchos
de los intelectuales de clase media que dieron su apoyo al ejército
tendrán que estrujar sus conciencias dentro de una botella para acomodar
los hechos futuros.
¿Podría el Premio Nobel y experto nuclear Mohamed Al Baradei, la
personalidad más famosa a los ojos de Occidente, pero no de los
egipcios, haberse quedado en el poder, en el “gobierno interino”,
teniendo una visión tan en desacuerdo con las acciones de “su” gobierno?
Por supuesto que no. Se tenía que ir, porque nunca tuvo la intención de
que surgiera este resultado de su apuesta política cuando aceptó apoyar
la elección de ministros que hizo el ejército después del golpe del mes
pasado. Pero el círculo de escritores y artistas que insistieron en
considerar el golpe como sólo otra etapa en la revolución de 2011,
después de la renuncia de Al Baradei, tendra que usar una lingüística
algo angustiada para escapar a la culpa moral por estos acontecimientos.
Esperen, por supuesto, las preguntas más coloquiales. ¿Significa eso
el fin del Islam político? Por el momento, seguro, la Hermandad no está
de ánimo de probar cualquier otro experimento en democracia, una
negativa que es un peligro inmediato en Egipto. Porque sin libertades,
hay violencia. ¿Se convertirá Egipto en otra Siria? Improbable. Egipto
no es un Estado sectario, no lo ha sido nunca, aun con el 10 por ciento
de su población cristiana, no ha sido violento. Nunca experimentó la
crueldad de los levantamientos de los argelinos contra los franceses o
sirios ni las insurgencias libanesas o palestinas contra los británicos y
los franceses. Pero muchos fantasmas colgarán sobre sus cabezas hoy
avergonzadas; aquel gran abogado del levantamiento de 1919, por ejemplo,
Saad Zaghloul. Y el general Muhammad Neguib, cuyo breve tratado de 1952
decía cosas similares a las que exigían los manifestantes de la Plaza
Tahrir en 2011.
Pero sí, algo murió en Egipto ayer. No la revolución. Porque a
través del mundo árabe la gente exigió ser ella la dueña –y no sus
líderes– de su país, aunque permanezca teñida de sangre. Murió la
inocencia, por supuesto, como lo hace después de cada revolución. No. Lo
que expiró ayer fue la idea de que Egipto era la eterna madre de la
nación árabe, el ideal nacionalista, la pureza de la historia donde
Egipto consideraba a todo su pueblo como su hijo. Porque las víctimas de
la Hermandad ayer, junto con la policía y los partidarios pro-gobierno,
también eran hijos de Egipto. Y nadie lo dijo. Se convirtieron en los
“terroristas”, en los enemigos del pueblo. Esa es la nueva herencia de
Egipto.
* De The Independent, de Gran Bretaña
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