Por Héctor Pavon
Por favor, al retirar su cadáver llévese el plástico”. Dice, con
crueldad seca, el cartel colocado en la morgue del hospital público de
Guatemala. Un mensaje que esconde otros muchos en sí mismo, una
advertencia y una amenaza que es cotidiana y banal. Hay otros que
trascienden lo bizarro y lastiman a la distancia: “Ven enseguida. Estoy
en la morgue. Han matado a la pequeña Laura”. “¡Prefiero que lloren ojos
ajenos y no los míos! Aquí no hay leyes, no hay justicia”. Todos ellos
aparecen en un escenario desgarrador ubicado en suelo centroamericano y
reproducido en las páginas de un libro estremecedor y con un impacto del
que no se sale indemne ni con el alma en paz. El libro se llama La otra
guerra (editado por Blume en 2012) y es
una recopilación de fotografías de Miquel Deweber-Plana sobre el
fenómeno de las maras, las pandillas ultraviolentas conocidas por sus
tatuajes en barrios guatemaltecos o salvadoreños. El fotógrafo y
cronista de causas urgentes recorrió la zona en la superficie y en la
profundidad durante cinco años y logró este libro que es el mapa de un
territorio desolado y aturdido por estas bandas que no son otra cosa que
la consecuencia de escasas y desastrosas políticas socioeconómicas. Y
de la elección por el reviente, como diría la antropóloga mexicana
Rossana Reguillo Cruz.
Las maras siempre son noticia. Dentro y fuera de los países donde surgieron y circulan. Y cobran espectacularidad donde quiera que estén o donde se tema que puedan aparecer. Desde Guatemala, El Salvador, México, Costa Rica o hasta el sur de Estados Unidos se constata la presencia violenta y los cuerpos tatuados de los miembros de las bandas más violentas que se han conocido con tanta identidad de las últimas décadas. Esos emblemas dibujados en su piel son los que los identifican y los que tanto golpean y rebotan en las lentes fotógraficas y en las cámaras de los documentalistas. Y esas imágenes poderosas ahora llegan del otro lado del océano. Las últimas noticias desde España avisan que hubo enfrentamientos entre integrantes de diferentes grupos maras como la MS13 –conocida como “Salvatrucha”– y la Pandilla 18 –también identificada como Calle 18 o M18.
La palabra mara proviene de “marabunta”, grupo de hormigas que arrasan con lo que encuentran a su paso. Estas pandillas surgieron en ciudades de EEUU, básicamente en Los Angeles. Eran grupos formados por jóvenes latinoaméricanos que provenían de los grandes movimientos migratorios del siglo pasado. Muchos de ellos, delincuentes, fueron deportados a sus países de origen y así dieron nacimiento a las “maras”.
La palabra mara proviene de “marabunta”, grupo de hormigas que arrasan con lo que encuentran a su paso. Estas pandillas surgieron en ciudades de EEUU, básicamente en Los Angeles. Eran grupos formados por jóvenes latinoaméricanos que provenían de los grandes movimientos migratorios del siglo pasado. Muchos de ellos, delincuentes, fueron deportados a sus países de origen y así dieron nacimiento a las “maras”.
Reguillo
Cruz conoce el tema y ha pensado y escrito al respecto. Aclara: “Dos
cuestiones resultan relevantes aquí: la primera, el reconocimiento
temprano de que estas expresiones juveniles no podían leerse al margen
de una cuestión de clase y, de manera especial, como expresiones que se
insertaban de forma más o menos clara no solo en el fracaso aparente de
los movimientos populares, sino en la derrota evidente de las luchas
políticas de los 70' principios de los 80' en buena parte de América
Latina. La otra cuestión es la ambivalencia como signo primero de estos
colectivos juveniles, su rostro bifronte y desconcertante: la
recuperación de las tradiciones democráticas de lucha y reivindicación
ciudadana junto a incipientes formas de expresión violenta y de ruptura
con el orden social”.
No es un detalle menor subrayar que en
Guatemala hubo un largo conflicto armado que dejó más de 200 mil muertos
y que recién a partir del año 1996 se empezó a avizorar el horizonte
con la firma de los Acuerdos de Paz. Sin embargo, este pacto no implicó
un cese de la violencia. Hacia el año 2000 se producían unas seis mil
muertes violentas por año.
Según Marco Antonio Canteo Patzán,
director del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de
Guatemala en un artículo incluido en el libro “Las presiones de los
organismos finacieros internacionales durante la década de 1990 para
constituir Estados ‘más eficientes’ y controlar su déficit público
indujeron la aplicación de una política neoliberal sumamente agresiva,
Se tuvo así en la región una justificación para no invertir en políticas
sociales y preventivas, a pesar de la enorme demanda existente para
resolver los problemas sociales y estructurales que dieron origen al
conflicto armado, acentuando la desigualdad y la injusticia”.
Una
de las agrupaciones más grandes es la Mara
Salvatrucha (MS-13). Se supone que no posee un único líder sino que se
organiza en pequeños grupos determinados por su ubicación
geográfica o territorial, denominadas como clicas. En Latinoamérica se
cree que reúne a más de 70.000 miembros. Muchos de ellos han entrado en
contacto con el temible cartel de Sinaloa que los contrata para su
guerra narco contra el cartel de los Zetas.
“La mara representa
el retrato perfecto de la amenaza extrema y, lamentablemente, sus
integrantes colaboran activamente en la propagación de su propia
leyenda, en la que ficción y realidad se entremezclan para certificar
que las profecías posapocalípticas se realizan en esos cuerpos plagados
de mensaje, que avanzan ominosamente sobre territorios reales y
simbólicos, como testimonios vivos de la fragilidad del orden social que
nos hemos dado”, señala Reguillo Cruz.
“Las violaciones se
convirtieron en algo muy común dentro de la pandilla. Al ver una mujer
bonita, mis homies (compañeros) solo pensaban en abusar de ella. Me
pedían que la llevara, con falsos pretextos, a nuestro punto a un
terreno baldío, y allí la violaban. No solo uno, sino todos los de la
clica abusaban de ella. Siendo mujer, sabía muy bien el sufrimiento que
vivían esas pobres patojas (chicas). En algunos casos, las mataban por
miedo a que los denunciaran. Nunca hubiera querido participar en esto,
pero dentro de la clica ya no eres tú, ya no te perteneces, ya no eres
libre, tú ya no te mandas sino que te mandan todos. Y cuando me daban la
orden no podía negarme, porque en realidad no quería ser yo la
violada”. Esto le dijo Alicia M. de 23 años, una ex integrante de una
pandilla a Deweber-Plana.
Reguillo,
intérprete singular de este fenómeno, analiza en detalle el contexto y
de forma acertada indica que los datos corroboran aquellas intuiciones, y
en torno de las direcciones posibles –la pobreza estructural, el
repliegue del Estado benefactor, los múltiples fracasos de la escuela,
ya sea como instancia garante de la incorporación social, como espacio
de socialización o como escenario para la formación de ciudadanos– las
evidencias no pueden ser más elocuentes. Según la Comisión Económica
para América Latina y el Caribe (Cepal), sobre la base de datos de la
Organización Panamericana de la Salud, 31.867 jóvenes varones murieron
en la región por causas violentas (homicidio) y 2.814 jóvenes mujeres
perdieron la vida de igual forma. En Brasil, Colombia, El Salvador y
México se registraron los mayores porcentajes de estas formas de
violencia extrema. La Cepal produjo un material titulado “La juventud en
Iberoamérica. Tendencias y urgencias”, allí asume que la violencia
mortal en El Salvador está vinculada a las maras: “denominación que
reciben los grupos de pandillas juveniles en ese país, constituidas
originalmente por jóvenes salvadoreños deportados de los Estados Unidos y
que son reconocidos por su agresividad, formas violentas de cohesión
interna y defensa de su territorio y actividades, entre las que se
presume vinculación con redes internacionales de narcotráfico”.
Las
fotos de Dewever-Plana son descarnadas e íntimas, trascienden el
documento periodístico y muestran no sólo la “otra guerra” sino también
la “otra cara” de las maras. Aquella de la víctima victimario, la del
que mata y es matado, del que viola y es violado. Pero la violencia retratada no es unidireccional sino la
que se dispara en mil direcciones posibles y reales. En todas ellas está
la muerte como destino. “La violencia es un monstruo de mil cabezas, le
cortas una y salen dos. Quitas la vida a un pandillero pero hay dos
niños que sueñan con ocupar su lugar. Siento que todos los esfuerzos que
realizan las organizaciones para la reinserción y la rehabiltación de
esos jóvenes son como un grito en el desierto. Al final, la voz se
pierde y nadie la escucha”, dice Verónica J. trabajadora social de 32
años asumiendo una realidad indiscutible. Un futuro oscuro, aún.
Dewever-Plana
y la periodista Isabelle Fougère filmaron el documental Alma (hija de la violencia). Es la confesión de una ex mara en un formato interactivo
novedoso e impactante. Alma es mucho más que ella misma, es la voz
colectiva de un país que no sale del arrasamiento sufrido, de la
violencia en todas sus formas. Es el retrato de una voz que encarna, en
definitiva, la voz de una generación sacrificada.
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