La sociedad actual, en apariencia cada vez más libre, oculta el
deseo de los "viejos". La autora, una ensayista de 72 años, profesora de
la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de Lanús, cuenta cómo el goce, a veces,
llega con la edad
Por
Esther Díaz
A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a ponerse
interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo
pasado.
Calenturas insoportables hasta el día del casamiento,
sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después,
los tiempos del sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios
cuerpos cuando por tradición, familia y religión te convencieron de que
lo correcto es uno solo y para toda la vida. Hay que lidiar con eso.
Me
inicié en la práctica sexual a los 21 años, no sin haberme provisto de
las dos libretas que me habilitaban legal y religiosamente a acostarme
con un hombre. Aunque mi espíritu no era tan virgen como mi cuerpo. Pues
a pesar de aceptar sin chistar todas las ñoñerías que les imponían a
las señoritas de entonces, me había atiborrado con textos místicos,
ocultamente pornográficos e indiscutiblemente sádicos. Con ellos
alimentaba mi sexualidad reprimida y satisfacía mi masoquismo
elemental. Evoco la Biblia, que leí dos veces desde el enigmático Verbo
del principio hasta el catastrófico apocalipsis del final, pasando por
masturbaciones, violaciones e incestos.
Fue mi segunda lectura
erótica, la primera había sido el catecismo que me preguntaba si había
hecho “cosas malas”; la indefinición del término lo tornaba transparente
despertando oleadas de mórbida atracción. Inquiría asimismo si había
gozado con alguien que me hubiera forzado. También con quién había hecho
esas cosas, ¿con hombres, con mujeres, con animales? Me revelaba
posibilidades inimaginables.
La moralina familiar de humildes
inmigrantes españoles y el adoctrinamiento de las monjas me habían
convencido de que sólo siendo adulta y casada podría acceder a esas
cosas, aunque mis rudimentarios saberes las concebían mucho más
ingenuas. En aquellos tiempos no se conocía tele ni internet, las
niñitas de antes sólo tenían fe.
Nunca se me habría ocurrido que
si me obligaban a algo “malo” podría gozarlo, tampoco que era posible
hacerlo con mujeres y menos aún con animales. Esto me arrojó a un
pansexualismo delirante.
Todo lo referente al deseo me producía culpa.
Con
esa mochila penetré en la vida sexual. Mi desfloración fue en Mar de
Ajó en el mítico Hotel El Águila, un lujo para nuestros bolsillos recién
casados.