Por Boaventura de Sousa Santos *
Las privatizaciones no son necesariamente “privatería”. Sólo lo son cuando los intereses nacionales son dolosamente perjudicados para permitir el enriquecimiento ilícito de quienes, en posiciones de autoridad o favor político, comandan o influyen en las negociaciones y las decisiones en favor de intereses privados. Las privatizaciones no tienen nada que ver con la racionalidad económica. Son el resultado de opciones ideológicas ofrecidas por discursos que esconden sus verdaderas motivaciones. En Brasil, el discurso fue el de transformar las privatizaciones en una “condición para que el país entrara en la modernidad”. En Portugal, el discurso es el del interés nacional –tutelado por la troika– por reducir la deuda y mejorar la competitividad. En ambos países, la motivación real es crear nuevas zonas de acumulación y lucro para el capital. En el caso portugués, esto pasa por la destrucción tanto del sector empresario del Estado como del Estado social. En este último caso, sobre todo, se trata de una opción ideológica de quienes utilizan la crisis para imponer medidas que nunca podrían legitimar por la vía electoral. Para tener una idea de la carga ideológica detrás de las privatizaciones en Portugal, supuestamente necesarias para reducir la deuda pública, basta leer el presupuesto para 2013: los ingresos totales por privatizaciones, de 2011 a 2013, serán 3700 millones de euros, es decir, menos del 2 por ciento de la deuda pública...
* Doctor en Sociología del Derecho. Universidad Coimbra (Portugal) y Wisconsin (EEUU).
El
término “privatería”, que combina las palabras privatización y
piratería, fue acuñado por un gran periodista brasileño, Elio Gaspari, y
popularizado por uno de los mejores periodistas de investigación de
Brasil, Amaury Ribeiro Jr. El libro de este último, La privatería tucana
(San Pablo, Geraçao Editorial 2011), un best-seller, relata con gran
solidez documental el ruinoso proceso de privatizaciones llevado a cabo
en Brasil durante la década de 1990. La investigación, que duró diez
años, no sólo denuncia el “salvajismo neoliberal de los ’90” que diezmó
el patrimonio público brasileño, dejando al país más pobre y a los ricos
más ricos, sino que también establece de manera convincente la conexión
entre la corriente privatizadora y la apertura de cuentas secretas y
sociedades fantasma en paraísos fiscales del Caribe, donde se lava el
dinero sucio de la corrupción, las comisiones ilegales y los sobornos
recaudados por intermediarios y facilitadores de negocios. Aconsejo la
lectura del libro a quienes no se conforman con el argumento del
“interés nacional” para legitimar el despilfarro de la riqueza de
Portugal que está en curso, a todos los dirigentes políticos que se
sienten perplejos ante la rapidez y la opacidad con que se producen las
privatizaciones, y a los miembros del Ministerio Público y a los
investigadores judiciales, por sospechar que van a tener mucho trabajo
por delante si tienen los medios y el coraje.
Las privatizaciones no son necesariamente “privatería”. Sólo lo son cuando los intereses nacionales son dolosamente perjudicados para permitir el enriquecimiento ilícito de quienes, en posiciones de autoridad o favor político, comandan o influyen en las negociaciones y las decisiones en favor de intereses privados. Las privatizaciones no tienen nada que ver con la racionalidad económica. Son el resultado de opciones ideológicas ofrecidas por discursos que esconden sus verdaderas motivaciones. En Brasil, el discurso fue el de transformar las privatizaciones en una “condición para que el país entrara en la modernidad”. En Portugal, el discurso es el del interés nacional –tutelado por la troika– por reducir la deuda y mejorar la competitividad. En ambos países, la motivación real es crear nuevas zonas de acumulación y lucro para el capital. En el caso portugués, esto pasa por la destrucción tanto del sector empresario del Estado como del Estado social. En este último caso, sobre todo, se trata de una opción ideológica de quienes utilizan la crisis para imponer medidas que nunca podrían legitimar por la vía electoral. Para tener una idea de la carga ideológica detrás de las privatizaciones en Portugal, supuestamente necesarias para reducir la deuda pública, basta leer el presupuesto para 2013: los ingresos totales por privatizaciones, de 2011 a 2013, serán 3700 millones de euros, es decir, menos del 2 por ciento de la deuda pública...
La “privatería” tiende a ocurrir cuando se trata de procesos masivos
de privatizaciones. Joseph Stiglitz acuñó un ácido neologismo para
definir la ola privatista que avasalló las economías del tercer mundo en
los años ’80 y ’90: “briberization” (del inglés bribery, “soborno”), un
término cuyo significado se aproxima al de “privatería”. En el caso
portugués, la tutela externa, que obliga a privatizar lo más rápido
posible, favorece las ventas con rebajas y, con ello, las oportunidades
de compensación especial en ganancias ilícitas para quienes las hacen
posibles. Como la corrupción no tiene una infinita capacidad de
innovación, es previsible que mucho de lo que ocurrió en Brasil esté
pasando en Portugal. Es preocupante que algunos nombres relacionados con
la corrupción en Brasil, algunos ya condenados, aparezcan en las
noticias de las privatizaciones en Portugal.
La “privatería” se produce a través de la articulación entre dos
mundos: el mundo de las privatizaciones (conseguir condiciones
particularmente favorables para los inversores) y el submundo de la
corrupción (lavar dinero de las comisiones ilegales recibidas). En lo
que respecta al primer mundo, algunas de las estratagemas de
“privatería” incluyen crear en la opinión pública una imagen negativa de
la gestión o el valor de las empresas estatales; hacer inversiones o
subir los precios de los servicios antes de subastarlos; absorber deudas
para volver más atractivas a las empresas o permitir que las deudas
sean contabilizadas sin una cuidadosa definición de su monto y sus
condiciones; definir parámetros que beneficien al candidato que se
pretende privilegiar y que, idealmente, lo transformen en candidato
único; pasar ilegalmente información estratégica con el mismo objetivo;
confiar en servicios de consultoría, haciendo la vista gorda ante
posibles conflictos de intereses; permitir que los compradores, en lugar
de aportar capital propio, asuman préstamos en el exterior que
terminarán incrementando la deuda externa; permitir que los fondos
públicos sean usados para alienar el patrimonio público en favor de
intereses privados.
El submundo de la corrupción reside en el lavado de dinero. Se trata
de la transferencia de dinero de las comisiones a los paraísos
fiscales, mediante la creación de empresas offshore (de hecho, nada más
que cajas postales), donde los verdaderos titulares de las cuentas
desaparecen bajo el nombre de sus apoderados. Allí llega el dinero,
reposa y, después del lavado, es repatriado para inversiones personales o
financiamiento de los partidos.
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