El lunes 19, los argentinos despertamos con la noticia de que el
fiscal Nisman, quien días antes había acusado a la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner y al canciller [ministro de Exteriores] Héctor
Timerman de encubrimiento del atentado a la AMIA,
estaba muerto de un balazo en la sien. El impacto de la noticia
continúa retumbando en la cabeza de los argentinos. La muerte del fiscal
es sólo el último capítulo en la novela de impunidad iniciada hace más de dos décadas.
Como en las novelas policiales, la investigación se concentra hoy en
las pruebas de restos de pólvora, huellas digitales y llamadas
telefónicas. Pero sin un entendimiento completo de los hechos que
comienzan hace más de dos décadas, es imposible comprender la gravedad
de la situación actual. El 17 de marzo de 1992, un ataque terrorista a la Embajada de Israel
en Argentina causó 29 muertos y 242 heridos. Si bien se realizaron
numerosas investigaciones, el caso continúa en la impunidad. La
hipótesis principal es que el grupo libanés Hezbolá estuvo detrás del
ataque.
La bomba en la embajada y la impunidad que la acompañó sembraron el terreno para que dos años mas tarde, el 18 de julio de 1994, otra bomba, esta vez en la Asociación Mutal Israelita Argentina, matase a 85 personas. La investigación judicial estuvo desde un comienzo plagada de graves irregularidades, en donde las huellas supuestamente secretas del Servicio de Inteligencia argentino se vislumbran a cada paso. El informe del doctor Claudio Grossman, observador del juicio en representación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), no deja ninguna duda. Apenas iniciada la investigación, el juez de la causa, Juan José Galeano, presionó a la persona identificada de haber entregado la camioneta con 300 kilos de dinamita que derrumbó el edificio de la AMIA, para que identificase como responsables a policías de la provincia de Buenos Aires, ignorando otras líneas de investigación. A partir de ahí, todo el resto de la prueba quedó seriamente contaminada. En el encubrimiento y la implantación de prueba falsa, participaron varios funcionarios del poder judicial, del poder ejecutivo y del poder legislativo, todos guiados por la mano del Servicio de Inteligencia.
La bomba en la embajada y la impunidad que la acompañó sembraron el terreno para que dos años mas tarde, el 18 de julio de 1994, otra bomba, esta vez en la Asociación Mutal Israelita Argentina, matase a 85 personas. La investigación judicial estuvo desde un comienzo plagada de graves irregularidades, en donde las huellas supuestamente secretas del Servicio de Inteligencia argentino se vislumbran a cada paso. El informe del doctor Claudio Grossman, observador del juicio en representación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), no deja ninguna duda. Apenas iniciada la investigación, el juez de la causa, Juan José Galeano, presionó a la persona identificada de haber entregado la camioneta con 300 kilos de dinamita que derrumbó el edificio de la AMIA, para que identificase como responsables a policías de la provincia de Buenos Aires, ignorando otras líneas de investigación. A partir de ahí, todo el resto de la prueba quedó seriamente contaminada. En el encubrimiento y la implantación de prueba falsa, participaron varios funcionarios del poder judicial, del poder ejecutivo y del poder legislativo, todos guiados por la mano del Servicio de Inteligencia.