El fiscal fue víctima de una sociedad anómica, un sistema político
disfuncional y un gobierno perverso, corrupto y desconectado de la
realidad
Para escapar del Laberinto, donde habían sido encerrados por Minos,
Dédalo fabrico alas para él y su hijo, Ícaro, y así volar hacia la
libertad. Dédalo instruyó a Ícaro no volar cerca del sol, porque las
alas estaban adheridas a su cuerpo con cera. Desoyendo a su padre, sin
embargo, y ante la fascinación de ser capaz de volar, Ícaro voló tan
alto y tan cerca del sol que el calor derritió la cera que sostenían sus
alas. Las perdió y cayó al mar, donde murió.
La alegoría es por Alberto Nisman, quien voló demasiado alto para una
sociedad resignada a que los poderosos queden siempre impunes y la
verdad, oculta. Todos estos años siguiendo su investigación sobre el
caso AMIA, cada vez más cerca del fuego, siempre pensé en la analogía de
Ícaro. Nisman fue un Quijote dispuesto a llegar a la verdad hasta sus
últimas consecuencias. Descubrió que el gobierno que le encomendó esa
tarea, ahora, en la figura de la viuda y heredera política de quien lo
nombró, era cómplice de los criminales que él mismo había identificado y
acusado. Y eso por petróleo, así de insignificante.
Nisman se propuso exponer la simulación de un gobierno corrupto y
ahora también criminal. Su fingida retórica de derechos humanos, de
igualdad de género, tan progre y tan moderna, se desvanecería para
siempre ese lunes en el Congreso Nacional, ese lunes al que Nisman nunca
llegó. Ese lunes habría sido el momento más dramático de la historia
política argentina desde 1983. Y, al final, el día más dramático fue el
anterior, el domingo de su muerte, una muerte solitaria. Tan cerca del
fuego, el calor derritió sus alas.
Ahora mártir de la democracia argentina, no puedo dejar de pensar en
Nisman muriendo en un departamento de Puerto Madero, ese lugar horrible,
barrio irreal sin historia, ni afecto, ni identidad, burda imitación de
Miami Beach, pero más caro y sin sentido estético alguno. En ese lugar,
arquetipo del exceso y la ostentación, bunker del kirchnerismo y
aguantadero de sus más corruptos funcionarios, allí murió Nisman, en
soledad.
Nunca sabremos la verdad. Tal vez se suicidó. No puedo evitar
recordar a Favaloro, quien se mató porque Argentina era demasiado
corrupta para alguien que solo aspiraba a curar. ¿Qué menos haría quien
solo buscaba justicia al darse cuenta que el mismo gobierno que iba a la
AMIA cada año a honrar a las víctimas del terrorismo, era cómplice de
los terroristas? O tal vez lo asesinaron cualquiera de las mafias a las
que desnudó, la de Irán y sus trasnochados socios locales, la de los
servicios de inteligencia politizados, o la de un gobierno hundido en el
barro de una corrupción de inimaginables proporciones. O las tres
mafias juntas conspirando contra la verdad y la justicia prometida a los
familiares de la AMIA. Ahora Nisman es la víctima número 86 de aquel ataque, solo que a él
no lo mataron los terroristas, a él lo matamos entre todos, de a poco.
En realidad no importa demasiado quien apretó ese gatillo, porque Nisman es nuestra víctima, seamos sinceros, asesinado también por una sociedad anómica, un sistema político disfuncional y un gobierno perverso, corrupto y desconectado de la realidad al que votamos no una, no dos, sino tres veces. ¿Acaso no ha sido una verdadera crónica de una muerte anunciada? Al mismo tiempo Nisman es un síntoma. Su muerte y el acoso sufrido en vida—siendo además fiscal federal—son el síntoma más feroz de toda esa patología colectiva. Tal vez empezamos a matarlo cuando asesinaron a José Luis Cabezas en 1997, un reportero gráfico que seguía pistas de corrupción entre contratistas del Estado, o cuando desapareció Jorge Julio López en 2006, querellante en un juicio por violación de derechos humanos por quien la justicia no hizo demasiado.
En realidad no importa demasiado quien apretó ese gatillo, porque Nisman es nuestra víctima, seamos sinceros, asesinado también por una sociedad anómica, un sistema político disfuncional y un gobierno perverso, corrupto y desconectado de la realidad al que votamos no una, no dos, sino tres veces. ¿Acaso no ha sido una verdadera crónica de una muerte anunciada? Al mismo tiempo Nisman es un síntoma. Su muerte y el acoso sufrido en vida—siendo además fiscal federal—son el síntoma más feroz de toda esa patología colectiva. Tal vez empezamos a matarlo cuando asesinaron a José Luis Cabezas en 1997, un reportero gráfico que seguía pistas de corrupción entre contratistas del Estado, o cuando desapareció Jorge Julio López en 2006, querellante en un juicio por violación de derechos humanos por quien la justicia no hizo demasiado.
Tal vez lo matamos cuando gritamos “que se vayan todos”, acelerando
la descomposición de un sistema político que jamás se recuperó de
aquella crisis. Tal vez lo matamos con la fragmentación del peronismo,
nunca más evidente que en 2003 cuando tres peronistas se disputaron la
presidencia. Aquello transformó lo que había sido el partido político
más importante de la Argentina en una mera confederación de jefes
territoriales sin cohesión alguna, obligados entonces a negociar el
control de sus distritos con toda forma de ilegalidad imaginable: el
juego, el tráfico y las barras bravas del fútbol. Esto importa porque de las ruinas de ese partido político nació el
kirchnerismo, un proyecto que entendió la conveniencia de la
fragmentación y se abocó a profundizarla, haciendo política siempre con
la chequera en la mano, intimidando al crítico, centralizando todo el
poder en el Ejecutivo y financiándolo con los precios internacionales
más favorables que Argentina tuvo en al menos dos generaciones.
A ese tren se subió más tarde la actual Presidente, decidida a
exacerbar ese modo de hacer política instalado por su pragmático esposo,
pero ahora con un barniz pseudo ideológico presentado como moralmente
superior, barniz tal vez extraído de pretender ser una intelectual de
izquierda. Una Presidente que sonaba como Mafalda pero cuyos zapatos de
Prada siempre le recordaron al país que en realidad es Susanita. Y digo
sonaba porque parece haberse curado repentinamente de su crónica
verborragia: ahora está muda. Tal vez allí también comenzó a morir Nisman. Toda esa hipocresía ha
sido el sello de una época que hoy concluye en una muerte trágica, y que
transformó ese estilo de hacer política en algo aún más perverso y
autoritario. La viudez le puso en bandeja la reelección, y usó la
empatía popular para hacerse impune y, con un cierto fundamentalismo,
justificar el acoso a la prensa crítica, la intimidación a los jueces y
fiscales independientes, la politización de la inteligencia, las platas
mal habidas y la pretensión (fracasada) de perpetuarse en el poder. En
definitiva, ha sido un gobierno autoritario pero también psicópata, tan
psicópata que ya ni sorprende que hayan dicho que el principal culpable
de la muerte de Nisman ha sido el propio Nisman. Y cuando dejaron de
hablar de suicidio para decir que fue asesinato, lo hicieron por las
encuestas, preocupados por la imagen presidencial.
Esta tragedia nos marcará. Por ahora nos toca hacer introspección,
hacer el duelo y hacer tripas corazón frente a la peor crisis de los
últimos treinta años. Aunque tal vez haya algo más que podamos hacer: en
el próximo octubre electoral no olvidemos nada de esto y votemos por
quien haya estado más lejos de esta manera de hacer política, por aquel
que se haya situado en las antípodas del fenómeno más perverso que la
Argentina democrática haya conocido. Ese será el candidato que tendrá mi voto. Ojalá que gane y haga
sucumbir cualquier intento neo kirchnerista. Recién entonces esta
pesadilla podrá quedar atrás y seremos capaces de honrar
a Alberto Nisman y las restantes ochenta y cinco víctimas.
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