Por Juan Goytisolo, escritor español.
A mediados de los ochenta del pasado siglo, charlaba con amigos músicos de la plaza de Marraquech en la peluquería en la que trabajaba uno de ellos cuando entró un desconocido de una treinta años cuyo acento nos intrigó. No era magrebí ni egipcio ni de Oriente Próximo. Mientras se sometía a las tijeras del barbero, le preguntamos de dónde procedía. De Libia, dijo. Curioso como soy, le pedí su opinión sobre el Líder Máximo. "Es mi padre", dijo. "Bueno, el padre de todos los libios". Su singular sistema de gobierno, insistí, ¿funcionaba bien? Como una seda, repuso. La gente, ¿vivía satisfecha? Satisfecha, no, feliz. Le comenté que la perfección que nos pintaba no existe en nuestro triste mundo. Todas las sociedades del planeta tienen problemas, pequeños o grandes, pero problemas. El desconocido pareció reflexionar y su letanía de las bondades del sistema se trocó en lamento. Sí, había un problema, el de la dote. Casarse era muy caro, no estaba al alcance de todos los bolsillos. El tono de su voz cambió también de la autoafirmación a la angustia. Había venido a Marruecos en busca de una novia. En Casablanca le hablaron de una muchacha virgen y quien la conocía le prometió concertar una cita con ella, previo regalo antes de los preliminares del trato, él confió 2.000 dirhams al intermediario y a la hora fijada para el encuentro en un café del centro, no aparecieron, le habían engañado y se sentía deshecho, aquella era su última oportunidad, nos preguntó si conocíamos a alguna joven casadera, aunque tuviera algún defecto, a él no le importaba, quería volver a su tierra casado y con los papeles en regla... La visión beatífica de la yamahiriya de Gadafi se había convertido de golpe en desesperanza. Ignoro si alcanzó su objetivo o regresó a Libia con las manos vacías.
Poco después, con motivo de uno de esos matrimonios interestatales efímeros a los que el coronel es tan aficionado, millares de marroquíes emigraron a Libia en busca de trabajo. Gadafi había proclamado la Unión Árabe con Marruecos y los emigrantes confiaban en ser recibidos por sus hermanos con los brazos abiertos. El sueño de tan bella hermandad no duró. El regreso a cuentagotas primero y masivo después reflejaba el desengaño. Los que confiaron en las promesas del Líder sufrieron un régimen cuartelero, su contacto con la población local estaba sometido a la estrecha vigilancia de los comités de defensa de la Revolución y la existencia bajo el "gobierno de las masas populares" era peor que en la del país que habían abandonado.
Un diplomático español que fue cónsul general en Trípoli me refirió también por estas fechas una anécdota reveladora del edén gadafiano. Un día fue convocado a la Comisaría Central de la ciudad: un compatriota nuestro había intentado violar a una mujer libia. En el lugar, la lectura del acta de acusación le llenó de perplejidad: la tentativa de violación se había llevado a cabo a la luz del día en la céntrica plaza Verde. Si se tiene en cuenta los viandantes que la cruzan a diario, la acusación resultaba inverosímil. Cuando tras el papeleo y protestas pudo acceder a la celda del acusado, -marino de un buque con escala en Trípoli- confesó el crimen: ¡Le había guiñado el ojo! La agraviada pertenecía a la guardia del Líder y, como tal, formaba parte de la alta jerarquía en el poder. Las negociaciones para liberar al culpable concluyeron de forma insólita. Según el abogado de oficio, este debía declararse homosexual y demostrar así que en el guiño dirigido a la guardaespaldas no había intención lujuriosa. Maldiciendo su suerte, el marino firmó su para él afrentosa condición de marica y quedó en libertad.
Mientras ocurrían esas cosas, la figura del Líder era celebrada en una universidad madrileña como la del genio visionario de una "tercera teoría universal", cuyo Libro Verde abría al mundo árabe y no árabe la llave del futuro. Hubo una videoconferencia en la que Gadafi se dirigió al estudiantado reunido simultáneamente en nuestra alma máter y en Trípoli. Cada una de sus frases proferidas con una voz espesa y átona, iba seguida de una salva de aplausos que solo cesaban cuando el homenajeado indicaba con una señal del dedo que quería seguir desgranando su rosario de perlas de sabiduría. La ensalada compuesta de socialismo, panarabismo y un ingrediente religioso siguió suscitando con todo el entusiasmo asambleario: en fecha mucho más reciente, leí en un folleto impreso en España que 700 especialistas venidos del mundo entero se habían reunido durante tres días en la capital libia para estudiar el contenido doctrinal de la obra del Jefe. ¿Por qué no, pensé de inmediato, 7.000 especialistas durante tres meses? ¿O, 700.000 durante tres años? El absurdo hubiera sido el mismo y la maravilla aún mayor.
Las inmensas reservas de hidrocarburos del país de su propiedad -las mayores de África- explican tanta obsequiosidad y falta de principios. Desde su alineación con los presuntos Estados árabes moderados, esto es, opuestos al terrorismo islamista, todo le fue perdonado: no solo su demagogia y sus soflamas contra el imperialismo norteamericano, sino también cuanto se cocinaba en las cloacas del poder: la represión sangrienta de cualquier conato de oposición; la desaparición sin dejar huella, del padre del novelista Hisham Matar; la participación de sus servicios secretos en el atentado de Lockerbie en 1988, en el que perecieron 270 pasajeros; el repugnante proceso de las desdichadas enfermeras búlgaras acusadas de propagar el sida a fin de ocultar las carencias del sistema sanitario.. Su desmesurada afición a los disfraces y escenarios de "autenticidad beduina". Gorra de plato, medallas, charreteras, uniformes de almirantazgo o húsar del imperio austrohúngaro, feces otomanos, turbantes tribales, túnicas en juego con birretes del mismo paño, capas majestuosas de todos los colores del arcoíris, enmarcaban un rostro cada vez más inexpresivo y acartonado, con la mandíbula desdeñosamente alzada al estilo de Mussolini. El frenesí exhibicionista le acompañaba en sus viajes o en los actos de pleitesía que le tributaban los déspotas africanos. Instalaba así su jaima portátil en Roma, París, Madrid y Londres, recibía abrazos de Berlusconi, Sarkozy y de los ministros español y británico, respondía a la afrenta de la policía de Ginebra que detuvo a su hijo por maltrato físico a sus servidores, no solo retirando sus fondos de los bancos suizos, sino también con la original propuesta de que la Confederación Helvética fuera borrada del mapa y repartida entre Alemania, Francia e Italia.
El "gobierno de las masas populares" es él. Gadafi acapara todo el poder en un país sin Constitución, Parlamento ni partidos políticos y su endiosamiento carece de límites. Por eso, el espectáculo de los últimos días, con docenas de miles de manifestantes que, como en Teherán, salen valientemente a la calle desafiando los disparos de la policía y de los matones a sueldo, llena de euforia a quienes conocen su régimen opresor al servicio de su megalomanía. Frente a las declamaciones de quienes se dan golpes de pecho y se manifiestan dispuestos a derramar su sangre por el Líder Máximo (mientras derraman entre tanto las de sus compatriotas), los gritos de júbilo de quienes pisotean en Bengasi su odioso retrato, tienen algo de iniciático y liberador. Sea cual fuere el resultado inmediato de esta matanza de sus amados súbditos, Gadafi forma parte de los ídolos caídos en el muladar de la historia con Ben Ali y Mubarak.
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