El sector más conservador de la Iglesia empieza a censurar el perfil tan político de Francisco
Hay días, pocos, en los que el papa Francisco hace de papa
convencional y entre el respetable --inclúyase al público en general y a
la numerosa prensa internacional que le sigue en sus viajes— cunde
entonces una cierta sorpresa tiznada de decepción. Las jornadas en las
que, como el sábado en Estambul,
Jorge Mario Bergoglio se dedica a hablar del Espíritu Santo o de la
carta de San Pablo a los corintios se pueden contar con los dedos de una
mano. Desde su llegada a la silla de Pedro,
precedida por el gran escándalo de las filtraciones que desembocó en la
renuncia de Benedicto XVI, las intervenciones del papa Francisco han
contenido siempre un claro mensaje político de denuncia, ya sea hacia
dentro de la Iglesia –contra el lujo, la pederastia o la falta de
misericordia— o hacia el mundo que le rodea. Sus encendidos discursos
contra el sistema económico mundial, la falta de atención a los
inmigrantes o la necesidad de una alianza, “más allá de las armas”,
contra el terrorismo islamista le han granjeado una atención mediática
sin precedentes.
Pero también un murmullo de desaprobación creciente,
aunque todavía poco audible, entre los sectores más conservadores de la
Iglesia. El martes pasado, durante el vuelo de regreso de Estrasburgo,
donde Francisco realizó una critica feroz al “tecnicismo burocrático”
de una Unión Europea (UE) que se percibe “cansada y envejecida”, un
periodista le preguntó si, a tenor de sus palabras, se le podía
considerar “un papa socialdemócrata”. Bergoglio, esbozando una sonrisa,
contestó: “¡Querido, eso es un reduccionismo! Yo no sabría clasificarme
en un lado u otro, pero todo lo que digo viene del Evangelio, que toma
la doctrina social de la Iglesia. Pero gracias por la pregunta. Me ha
hecho usted sonreír”. Una sonrisa que, sin embargo, no todos comparten.
Los sectores más conservadores –que van asomando la cabeza a través
de ciertos blogs solo para iniciados— prefieren un papa que trine las
virtudes de Dios y de su Iglesia y no uno que truene a diario contra los
pecados propios y ajenos. O que, puestos a tronar, lo hiciese contra
los de la acera de enfrente –parejas en pecado, uniones homosexuales,
religiones tradicionalmente antagónicas— y no, como Bergoglio hace a
menudo, contra sus propias huestes. Una parte de la Curia –la que vivía
feliz discutiendo sobre el sexo de los ángeles en los mejores
restaurantes de Roma mientras, por poner un ejemplo, 30 millones de
estadounidenses abandonaban la fe católica en los últimos años— no se
esperaba un papa, digamos, tan beligerante. Un papa capaz de dejar a los
pies de los caballos de la justicia civil a clérigos aficionados a
blanquear dinero del banco del Vaticano –monseñor Nunzio Scarano—o a
aprovechar su prestigio sacerdotal para desplumar ancianas y abusar
sexualmente de menores de edad, como se investiga ahora en Granada.
Un año y medio después de su elección, la actitud del papa Francisco
hacia su Iglesia y hacia el mundo sigue levantando oleadas de admiración
entre propios y extraños, pero también un mar de fondo cada vez más
identificable después de que, durante el pasado sínodo sobre la familia,
Bergoglio demostrara que no es solo un constructor de bellos discursos o
de imágenes históricas --como la de ayer inclinándose y haciéndose
bendecir por el patriarca ortodoxo Bartolomeo I--, sino un papa
dispuesto a cambiar la Iglesia.
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