Eric Nepomuceno
Pasaron siete años desde que Brasil fue
elegido para realizar el Mundial de Fútbol promovido por la FIFA. Con
nuestra proverbial tendencia a la modestia, los brasileños no dudaron un
solo segundo en anunciar que sería la “Copa de las Copas”, que obras
fabulosamente indescriptibles brotarían en las doce ciudades donde se
realizarán los partidos –¡doce!, y no entre seis y ocho como recomiendan
los capos de la FIFA–, transformando el paisaje y acercando sus
poblaciones al futuro tan esperado. El mundo, una vez más, se curvaría frente a semejante fenómeno.Y eso,
claro, para no mencionar que, en la cancha, dictaríamos clases
magistrales en cada partido, para asombrar a miles de millones de seres
humanos esparcidos por todo el planeta.


El estadio más emblemático del país, y uno de los más simbólicos del
mundo, el Maracaná, costó casi 1300 millones de reales, unos 650
millones de dólares. El doble de lo previsto. Y todo eso, para disminuir
de tamaño. Nada que se compare, sin embargo, al estadio de Brasilia,
bautizado como Mané Garrincha, en dudoso homenaje a uno de los mayores
genios jamás vistos en las canchas de aquí y de cualquier parte. Costó
1600 millones de reales, unos 780 millones de dólares. El Tribunal de
Cuentas de Brasilia ya detectó sobreprecio por al menos 200 millones de
dólares. No es un fenómeno aislado, excepto quizá por el volumen: en
todas las obras, de estadios o de lo que sea, gruesas cantidades de
dinero fueran desviadas. Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por
lo tanto, la frustración y la irritación de la mayor parte de los
brasileños. El país soñó, por años y años, con abrigar un Mundial. Al
fin y al cabo, en esta tierra el fútbol es una religión con seguidores
fanáticos y hasta los no creyentes se dejan conmocionar cada cuatro
años. Lo que se preguntan los brasileños, entre uno y otro brote de
irritación, es ¿por qué nada funcionó? ¿Por qué se prometió tanto y se
entrega tan poco?
Dilma Rousseff, la presidenta, es futbolera. Acompaña los partidos y
en charlas privadas muestra que entiende bastante del tema. Lula da
Silva, más que futbolero, es un fanático radical. Sin embargo, en sus
poco más de tres últimos años de presidencia (entre noviembre de 2007,
cuando logró traer el Mundial para Brasil, y diciembre de 2010, cuando
encerró su segundo mandato), Lula pudo constatar la extrema lentitud con
que se empezaba a cumplir todo lo que él mismo prometió a los halcones
de la FIFA. Dilma tuvo otros tres años y medio y, bueno, las cosas están
como están. Los dos dicen lo mismo: habrá un legado importante de obras
y beneficios para los brasileños, cuando termine el Mundial. Todo
indica que será verdad. Lo que ocurre es que el Mundial tiene fecha de
cierre, pero las obras no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario