Dicen que la mediocridad es la ausencia de cualidades personales en
individuos grises, que no se destacan por nada, comunes, corrientes,
vulgares, ordinarios, resentidos, que hacen vida vegetativa. Que no
tienen voz, sino eco. Son fantasmas que existen a hurtadillas como
temerosos contrabandistas. El escritor Salvador Garmendia los llamo
piadosamente, “pequeños seres”. Mediocre se aplica a la persona cuya inteligencia es poco
sobresaliente, asimismo a las cosas que tienen poco valor o mérito.
Mientras que adocenado equivale a comprendido entre la gente de calidad
inferior, sin sobresalir de lo vulgar, corriente o común a muchos.
Chapucero se atribuye a la persona que trabaja tosca y groseramente,
así como a los hechos que merecen tales calificativos. Ordinario se
refiere al individuo común, corriente, vulgar, grosero, trivial, que
no tiene especialidad particular en su línea.
El sociólogo argentino, José Ingenieros, en su libro “El hombre
mediocre”, publicado en 1913, trata sobre la naturaleza del ser humano,
sostiene que “no hay hombres iguales”. Manifiesta: “El hombre mediocre es incapaz de usar su imaginación
para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De
ahí que se vuelve sumiso a la rutina, a los prejuicios, a las
domesticidades y así se vuelve parte de un rebaño o colectividad, cuyas
acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre
es dócil, manejable, ignorante, un ser vegetativo, carente de
personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los
intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las
conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se
vuelve vil y escéptico, cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes
ni santos.”