Por Silvia Pesquet
Estaba ya en la caja del supermercado, y a punto de pagar, cuando una
vocecita me obligó a darme vuelta. No alcanzaba a levantar un metro del
suelo, tenía el pelo muy ondulado atado en una colita, unos enormes
ojos marrones y una de esas miradas que no se olvidan. Lo que me desarmó
fue su pedido: “Doña, doña, ¿ no me compra algo para comer?” Todavía
conmovida, no tanto por la demanda -algo tan familiar desde hace tiempo,
lamentablemente- cuanto por el objeto de ella, comida, grande fue mi
sorpresa cuando, después de contestarle que sí, y preguntarle qué era lo
que le gustaría que le comprara me contestó “un yogur”. De toda la
infinita variedad de productos con los que cualquier criatura puede
tentarse en un supermercado, desde galletitas hasta alfajores, pasando
por caramelos, chocolates, y todas las golosinas imaginables-,ella, (¿6,
7 años?) había elegido un yogur. Ese alimento recomendado por médicos y
nutricionistas, y tantas veces rechazado por chicos hastiados de todo
lo demás, que saben que con abrir la heladera basta para encontrar no
uno sino un montón de esos envases, de distintos sabores, con y sin
cereales, con o sin vitaminas, minerales, lactobacilos y nutrientes de
todo tipo y factor, era el objeto de deseo de una nena que se había
animado a encararme.
Cuando alguien pide comida, es porque tiene
hambre. Así de claro, así de duro. Recordé entonces aquello de “los
niños ricos que tienen tristeza”, la “década ganada”, y los 6 pesos
diarios con que según el INDEC se come (el yogur solo costó bastante
más, cabe aclarar)... Lo que más recordé, sin embargo, fue ese verso de
Erik Satié que dice: “Nunca llueve en Honfleur, pero a veces llueve
sobre la infancia”.
Segun me cuentan ingerir un yogurt ya es un lujo. Un país como Argentina,que puede abastecer a mas de 400 millones de habitantes,y que tenga una población con tanta miseria,tanto déficit educacional, niños y adultos que ya no saben usar el lenguaje, hablan idiomas marginales, galimatías que solo ellos entienden. Cordiales saludos.
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