Sergio Ramírez. Escritor nicaraguense. Escribió esta nota a raíz de la crisis argentina de 2001.
Desde la verdura en harapos del trópico bananero, yo quería ser argentino.
Desde la verdura en harapos del trópico bananero, yo quería ser argentino.
En aquellos ya remotos años cuarenta que fueron los de mi infancia.
Un primo rico se daba el lujo de mandar a empastar los números de Billiken, y en esos tomos tan preciados descubrí La dama del perrito de Chejov, y El oso de Faulkner, cuando aquel primo se dignaba prestármelos. Me quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada a la luz de un foco de mano, embozado bajo la sábana, para no ser descubierto en el delito del desvelo, Billiken y también los números de El Peneca. Todavía se sigue llamando penecas en Nicaragua a las revistas de historietas. Y me identifiqué con Patoruzito, el indiecito semidesnudo de las pampas, aprendí lo que era una boleadora y un ombú y gané mi primer antihéroe en Isidoro, el porteñito engominado. Civilización contra barbarie.
Aprendí también desde entonces la palabra canillita, porque un niño inválido, que vendía periódicos por las calles de Buenos Aires, apoyándose en una muleta, era capaz de transformarse en el Capitán Maravilla con sólo pronunciar la palabra mágica Shazam (compuesta por las iniciales de Salomón, Hércules, Atlas, Zeus, una que he perdido, y Marte), y ya en su investidura de héroe poderoso abatía puñetazos a la peor ralea de maleantes que se ocultaban en los meandros del barrio La Boca.
Un primo rico se daba el lujo de mandar a empastar los números de Billiken, y en esos tomos tan preciados descubrí La dama del perrito de Chejov, y El oso de Faulkner, cuando aquel primo se dignaba prestármelos. Me quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada a la luz de un foco de mano, embozado bajo la sábana, para no ser descubierto en el delito del desvelo, Billiken y también los números de El Peneca. Todavía se sigue llamando penecas en Nicaragua a las revistas de historietas. Y me identifiqué con Patoruzito, el indiecito semidesnudo de las pampas, aprendí lo que era una boleadora y un ombú y gané mi primer antihéroe en Isidoro, el porteñito engominado. Civilización contra barbarie.
Aprendí también desde entonces la palabra canillita, porque un niño inválido, que vendía periódicos por las calles de Buenos Aires, apoyándose en una muleta, era capaz de transformarse en el Capitán Maravilla con sólo pronunciar la palabra mágica Shazam (compuesta por las iniciales de Salomón, Hércules, Atlas, Zeus, una que he perdido, y Marte), y ya en su investidura de héroe poderoso abatía puñetazos a la peor ralea de maleantes que se ocultaban en los meandros del barrio La Boca.